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La muerte no pasa y la pena tampoco. El barro acaba por irse, sobre la tierra arrastrada también florecen los arbustos, las familias se reorganizan y, en más o menos tiempo, compran otro coche o restauran la planta baja y el garaje, pero la ceniza que deja el dolor, igual que el estrato de un incendio en una cata arqueológica, nunca se va del alma, queda para siempre. Yo nací siete años después de la riada del 57 y crecí cargando con ella entre los mitos de mi infancia. En las fachadas se trazaba una raya para no olvidar hasta donde había llegado el agua, las biografías se partían entre el antes y el después, incluso la de la ciudad, que cambió de alcalde, y a quien trajo comida o agua potable de los pueblos se le agradecía con una portería o un estanco. La cotidianeidad regresó, pero la aflicción no se nos fue. Y lo mismo sucederá ahora. Cuando se marchen las cámaras de televisión y se retire el ejército, cuando reabran los comercios y se celebren las bodas que se aplazaron, quedarán la muerte y la pena.

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Sabiendo eso, hemos de reconstruirnos para que la tristeza no se transforme en depresión y caigamos en un remolino que nos ahogue. La ciudad de Valencia, por ejemplo, que también es un municipio afectado por tres de sus pedanías, se ha quedado vacía y abatida, sus tiendas y mercados tampoco respiran. Del sur anegado le venía el regocijo humano y productivo, pues se ha quedado sin él. Esta riada le ha amputado una pierna a la capital y se desangra. Debemos tapar esa herida, cauterizar el tocón para que recrezca. Salir del debate autorreferencial de la culpabilidad, ya se encargarán los tribunales de repartir condenas. Y mirar hacia adelante, vislumbrar una salida sin preocuparnos por la memoria porque las cicatrices son retratos, no recuerdos, y esta cicatriz es de las que desfigurarán de por vida el gesto de nuestra sonrisa sin necesidad de luto alguno. Ya lo he dicho, la muerte y la pena no se van jamás.

Pero tampoco tornará la economía si no la traemos nosotros mismos. No habrá verdadero auxilio a las víctimas que no pase por salvar puestos de trabajo, incentivar visitas e intercambios y mover mercancías. Por poner ladrillos en paredes y subir persianas en los polígonos. Y en las librerías, claro. Somos la muerte y la pena y, sin embargo, hemos de alzarnos otra vez. A Valencia tardará en renacerle la alegría, pero debe aprender de los voluntarios del Puente de la Solidaridad y, sin tardar, ponerse en marcha. Incluso para el peor de los ayeres, cada mañana vuelve a salir el sol. Así que ¡vamos! Manos a la obra... Amunt l´Horta Sud!

A Valencia tardará en renacerle la alegría, pero debe aprender de los voluntarios y ponerse en marcha

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