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Es el protagonista de una de las escenas más divertidas de la «Vida de Brian», un tipo esmirriado y con melena blanca como un rockero viejo, cubierto con un taparrabos, que va a ser lapidado por haber pronunciado una palabra prohibida: «Jehová». El hombre había cenado bien y le dijo a su esposa: «Ese bacalao es digno del mismo Jehová». ¡Blasfemia!, grita la multitud cuando la frase se reproduce. El conjunto de creyentes que procederá a la lapidación está compuesto por mujeres en su totalidad, aunque, dado que tenían prohibido por la Ley de Dios asistir a estas crueles ejecuciones, todas van con barba postiza y engordan la voz. Lo que sucede es que el sacerdote, al relatar los hechos escandalosos y ordenar el cumplimiento de la pena capital, se ve obligado a pronunciar la susodicha palabra. Entonces, alguien grita: «¡Lo ha dicho también, ha dicho Jehová!», y es el propio sacerdote el que resulta apedreado hasta morir.

Esta semana yo he sido Matías, hijo de Deuteronomo de Gaza. En la misma columna que llevo doce años escribiendo con absoluta libertad, el domingo pasado, puse dos veces el equivalente contemporáneo al «Jehová» de tiempos de Brian, y alguien gritó: ¡blasfemia! No vi venir el linchamiento, pero me han cosido a pedradas. Periódicos y tertulias tuvieron dificultad para sostener a la vez que tenía razón, pero que no era quién. Y dirigentes políticos que pidieron mi dimisión por desconsiderado, después, ante mis propios ojos, en el pleno del Parlamento sobre el Holocausto, no aplaudieron porque hay falsas noticias históricas sobre el nazismo que niegan. Nadie se atrevió a señalarlos. Unos y otros, con sus barbas postizas, no discutieron lo que dije, me insultaron por decirlo. Sólo un medio, la COPE, me preguntó a mí, el resto a mis compañeros para que se explayasen sobre mí, no sobre mis opiniones. LAS PROVINCIAS defendió mi libertad de expresión y, desde la otra orilla valenciana, también el Levante-EMV, y se lo reconozco. Fueron la excepción. Me enorgulleció saber que mi columna se lee en el Pentágono de Washington y en la Congregación de la Fe de Roma, donde espero que guarden el sentido del humor que falta en Madrid.

Hoy, que todo el mundo va a mirar lo que escribo, aprovecho para saludar a mis padres. Hola, mamá. Hola, papá. En la Transición aprendí de ellos a tolerar y debatir, a discrepar sin ofender y que la descalificación no es un argumento. Me da miedo que, entre los wokes y los que se llaman liberales, siendo alérgicos a la libertad de los otros, en España vuelva a haber pensamientos prohibidos.

En la Transición aprendí de mis padres a discrepar sin ofender y que la descalificación no es un argumento

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