Bruce Farrer es un profesor jubilado que, durante décadas de enseñanza, pedía a sus alumnos de secundaria que escribieran una carta a su yo futuro y que, un buen día, muchos muchos años después, decidió devolverlas todas. La directora valenciana Esther Morente le ha dedicado una película preciosa, que acaba de estrenarse, en la que le pregunta por este viaje en el tiempo y en la que, además, entrevista a trece de esos perplejos cuarentones a los que, una mañana inopinada, los adolescentes que fueron se les aparecieron con ganas de charlar. El profesor Farrer ha devuelto más de 2.000 de las cartas y no todas encontraron a su destinatario; algunas llegaron tarde porque el adulto había muerto, aunque el niño siguiera vivo.
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Me sucedió algo parecido. Gracias a mi padre y a Ramón García, poeta y fotógrafo del Clínico, cuando no tenía más de 16, tuve la oportunidad de hacerme amigo del poeta Rafael Duyos, por entonces una celebridad. Él, ya anciano, había sufrido la amputación de una pierna («el único poeta que tiene un pie en la gloria», le decía Alberti) y, tras enviudar, se había ordenado sacerdote y yo..., yo no era más que un estudiante que intentaba sacar adelante su revista literaria, llamada 'Espuma'. Con generosidad, me recibió en su casa de San Antonio de Requena, me presentó a Gloria Fuertes y se carteó conmigo (enviándome lo que componía y corrigendo lo que emborronaba yo) hasta que a mis 18 se me murió. En la playa quemé algunas copias manuscritas de sus poemas, recité su «Yo no sé qué es el mar, la mar sí que sé lo que es...», y seguí haciéndome mayor, olvidando mis sueños.
Veinte años después, siendo portavoz en el Senado, recibí la llamada de uno de sus hijos que me dijo: «Mi padre, al morir, dejó en un sobre su correspondencia con un joven poeta valenciano, llamado Esteban González, te he visto en el telediario y me pregunto si serás ese Esteban y si querrás recuperar tus cartas». Claro que quise y, de pronto, por una rendija abierta en el espacio, releí lo que escribía en el viejo dormitorio de la colcha de cuadros y la mesa de estudiar a la que mi madre suplementaba las patas conforme yo crecía. Me sorprendí pronunciando nombres que sólo recordaban mis labios, reviviendo inseguridades mal curadas y preguntándome qué fue del escritor que me habitaba. Por eso soy un autor tardío, porque no empecé a ser yo hasta que mis cartas adolescentes me mostraron al cretino en que me había convertido. Con esas cartas devueltas, Duyos debió ganarse sus alas como el ángel Clarence en 'Qué bello es vivir'. Como el Farrer de Esther Morente.
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