Antes teníamos una cadena de televisión y media, acaso dos más con las privadas, todas gratis, aunque, eso sí, nos tragábamos la publicidad. Veíamos lo mismo y los seleccionadores de programas ofrecían series famosas por capítulos semanales y clásicos del cine, también algún truño contemporáneo. En general, los programas, las series y las películas eran buenas o, como mínimo, aceptables; cualquiera puede mencionar unas cuantas que nos marcaron y que recordamos con nostalgia. Casi lo mismo puede decirse de los anuncios, que, por supuesto, los había de calidad y algunos se hicieron tan célebres que hoy los asociamos con épocas felices de nuestras vidas. Añadiré que aquella televisión servía para que las familias se reunieran, al menos por la noche, frente a una sola pantalla que hacía las veces de cine doméstico. Y que, esto es importante, todo cuanto se proyectaba tenía planteamiento, nudo y desenlace, no como los vídeos de las redes sociales que consisten en sucesiones infinitas de impactos visuales sin historia detrás.
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Ese modelo integrador de televisión cambió cuando llegaron las plataformas, la llamada televisión a la carta. Como ventaja ofrecían un catálogo de series y películas, sin publicidad, que podían consumirse en cualquier momento y en cualquier pantalla. Las series estaban completas, es decir, se podían terminar de tirón. Y, aunque había que pagar por la tele, algo increíble que hemos aceptado con docilidad vacuna, nos pareció que aquello podía representar la liberación del telespectador. Pero no, debo decir que ahora me siento más esclavo de la tele que nunca, aunque sólo sea porque pago por no verla. En efecto, en casa estamos suscritos a tres o cuatro plataformas y en todas, además de sacarnos la pasta, ¡nos han puesto anuncios! Las series de nuevo se emiten por capítulos semanales y las películas, mayoritariamente, son lo que antiguamente se llamaban 'telefilmes', basura de relleno. Ah, y por los estrenos también hay que pagar un alquiler extra. O sea, una tomadura de pelo. Idéntico a lo de antes, pero soltando la mosca.
Tan mala es la oferta que paso las noches de los viernes, con el mando a distancia, recorriendo las plataformas en busca de algo que ver y, las más de las veces, me duermo sin haberme enganchado a nada. No es zapeo, es el zapeo del zapeo. La parte buena es que gano horas de lectura, vuelvo a irme pronto a la cama con una novela. La ridícula, que me han timado: primero, me machacaban con anuncios, luego, pagaba por no tener anuncios y, al final, pago y me atosigan los anuncios. Soy tonto de remate.
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