Daban repelús este verano los periodistas que se preocupaban por el humor o por la estrategia procesal de Daniel Sancho. ¿Cómo se ha tomado la sentencia?, ¿será dura su vida en la cárcel?, ¿pudo haberse conseguido la absolución?, ¿cuándo para España?, ¿está entero?, se preguntaban ... y preguntaban por ahí a familiares y expertos. Ya sé que es hijo y nieto de grandes actores, ya sé que es guapo y ya sé que gozó de cierto predicamento en las redes sociales como aprendiz de chef, todo eso ya lo sé, pero ha sido declarado culpable de asesinato con premeditación y descuartizamiento del cadáver de su novio en un juicio que nadie cuestionó, ni siquiera sus abogados. Quien nos vea desde afuera debe pensar que en este país el mundo gira al revés: en lugar de empatizar con la víctima, nos inquietamos por las terribles consecuencias que el delito puede traer al pobre criminal.
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Si Edwin Arrieta, el infeliz deshuesado, no fuera colombiano, si la matanza no hubiera tenido lugar en un país exótico, si no se tratase de una pareja homosexual, si el destripador no descendiera de una ilustre familia, ningún programa de televisión trataría el asunto como una desgracia que le ha caído encima a Daniel. A ver si nos aclaramos, el chico del pelo tarzanesco ha asesinado y cortado en trocitos al paganini de sus caprichos; aquí los desamparados son los Arrieta, que por su fe ni pidieron pena de muerte. Pongamos que se tratase de un caso local, de un asesino de su mujer, de sus hijos o, para que no haya diferencias, de su ilusión gay, uno cualquiera de los que, por desgracia, abundan, ¿de verdad íbamos a presentar la historia con los paños calientes que se dedican a Daniel? Como mínimo habríamos convocado un minuto de silencio frente al ayuntamiento por Edwin, ¿o no? Qué mal nos quedan la inconsecuencia y el comadreo.
En el fondo, son los padres del condenado quienes hoy me infunden mayor piedad. He visto que alguien vació un bote de pintura roja sobre el busto del abuelo, Curro Jiménez, y me he indignado. Nadie es responsable de lo que hacen sus hijos y, sin embargo, las debilidades y los fracasos de los hijos arrastran siempre a los padres. La madre de un drogadicto es capaz de fingir que no le roba, igual que la de un estafador siempre aparentará que no se sabe engañada. En eso consiste la paternidad, en no dejar solos a los hijos, ni en el parque de pequeños ni en la desgracia de mayores. Daniel no merece que nos pongamos en su lugar, Rodolfo Sancho, su padre, sí. No porque creamos en la inocencia del hijo, sino porque también le ha quitado la vida a él.
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