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No es la estación del Norte la que huele, es el calor. En invierno, a veces sucede que es invierno, las estaciones huelen a riel y a meada de viejo. Pero en verano, ahora también en primavera, hay que esforzarse, querer caminar, para cruzar la atmósfera de calor con que se llenan, un calor interno y denso como si fuera agua de una cantimplora, mientras afuera, sobre todo si el tren ha entrado de noche, las familias numerosas ven la televisión con los balcones abiertos, quizá hoy en día con el aire acondicionado portátil encendido, y por la calle casi no circula más que alguna motocicleta porque los empleados fijos huyen al chalé. A los fijos discontinuos no les alcanza más que para chalé discontinuo y, claro, combaten el calor cenando con la camisa del pijama abierta, ellos, sin el perrito sobre el regazo, ellas, en sus domicilios continuos. Cuando se presenta julio, actualmente abril, la ciudad arde y el aire de la estación se endurece, igual que un queso de untar o que el ambiente saturado de un dormitorio después de sudar amor, y huele afiebrado. Las estaciones hieden a humedad ferrosa cuando hace calor.

Los aviones no huelen a nada, tampoco los aeropuertos. Los barcos, sólo a mar. Y los coches, unos a ambientador de pino, otros a cigarrillo apagado ayer y otros a chaquetón mojado; algunos, los mejores, al cuero de la tapicería o al perfume de la esposa del íntimo amigo del conductor; pero sobre la fragancia de los automóviles no puede establecerse regla general alguna. Acerca de los trenes, sin embargo, sí. Los trenes conforman un museo dragón de aromas y tufos. En un tren y en una estación cada cosa conlleva su propia corona de olores; los asientos, el espacio entre vagones, la cafetería, tus manos al descender..., todo; y tal que sábanas limpias de la infancia, esos olores se aferran a la memoria con la fuerza de un sentimiento. Por eso recuerdo los viajes en tren más que en ningún otro medio de transporte, por sus olores, por su churre humano, por su tacto de arrabio. De los trenes bajas con la sensación en la piel de viajar abrazado al ferrocarril, pegado a él.

Los trenes son para el verano. Lo mismo para el puente de mayo. Cuando hace calor, los jóvenes tocan la guitarra y cantan en los de largo recorrido, los ancianos miran campos pasar por la ventanilla como si fuera la tierra de sus mayores la que se marcha y los niños cogen moscas y les quitan las alas para probar. Mi felicidad es de llegar a Barcelona-Sants, destino Francia, con un amigo, y que sea de noche, yo tenga 18 y haga calor. Por eso el verano huele tan a tren, ¡tan a libertad!

Cuando se presenta julio, actualmente abril, la ciudad arde y el aire de la estación se endurece

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