Philippe Delerm es el escritor francés que situó el primer trago de cerveza entre los pequeños placeres de la vida. Cuando hace mucho calor y la sed aprieta, ese primer sorbo de una cerveza muy fría te recorre como un espasmo de júbilo y te aproxima a la felicidad física. Los siguientes, conforme la cerveza va perdiendo su punto próximo a la congelación, ya no son lo mismo, te llenan el estómago, te ajuman y te presionan la vejiga como si te fuera a explotar. Delerm sostiene que, conforme más cerveza bebes, menos la disfrutas. «Bebemos para olvidar el primer trago», concluye. Y es cierto, la primera cerveza del mediodía en verano debió inventarla Dios para insertar en nuestra programación de continuidad un anuncio publicitario del cielo.
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Si pienso en otros pequeños placeres de la vida me vienen: oír llover desde la cama, una copa de fresas con nata, las sábanas limpias y recién planchadas, abstraerme contemplando el fuego en la chimenea, el olor del café y el tacto del periódico de papel en el desayuno, meter los pies en el mar en invierno, leer una novela policiaca en el tren, un bocadillo de tortilla de patatas cruda por dentro, volver a ver 'Centauros del desierto', cualquier armario, higuera o jersey que me devuelva sensaciones de la infancia... Y, sobre todo, casi a la altura del primer trago de cerveza, tener actualizado el buzón del wasap, no deber contestaciones ni acumular mensajes todavía sin leer. Cuando consigo estar en paz con el wasap me posee un sentimiento de satisfacción indescriptible, de deber cumplido, de ser una buena persona. Aunque dura poco la armonía porque, en menos de un minuto, un bip bip impertinente me avisa de que vuelvo a estar en deuda con alguien que espera mi respuesta.
A Delerm le queda escribir el librito contrario, sobre el wasap y otras pequeñas amarguras de la vida. Yo, cuando era joven, odiaba la llamada del despertador, el potaje de garbanzos, pisar una caca de perro por la calle, el ruido puntiagudo del taladro del dentista, los programas de José Luis Moreno, que me robaran el radiocasete del coche, que me hicieran apagar la luz y no leer antes de dormir..., pero ahora resumiría todas mis mortificaciones con un solo nombre: WhatsApp. Es la cadena de los esclavos contemporáneos; no sabe de horarios, intimidad u oportunidad; multiplica los tipos clavados a su móvil, incluso cuando comen; mata a los conductores; alela a los jefes. Los wasaps son adictivos, alucinógenos y neurodestructivos. Entre el primer sorbo de cerveza y el último wasap está dibujada la raya que separa el vivir bien del malvivir.
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