Un alto cargo del Consell me contó, casi sesenta días después de acceder al puesto, que le ha rogado a su equipo más directo y ... a su círculo de amigos más estrecho que, si deja de tener en algún momento los pies en el suelo, se lo hagan ver. «En ese mismo instante, lo dejaré», enfatizó. No sé si su relato era impostado -confío que no-, si es un sentimiento iniciático que se va malvando a medida que el tiempo pasa y los oropeles del poder -coche oficial, reverencias y amistades por conveniencia- les engullen, o si realmente es un principio que tiene grabado a fuego en su ADN y cumplirá si llega dicho momento. Lo que sé, en cualquier caso, es que acierta al menos al planteárselo. No hay nada más perjudicial para uno mismo y para su entorno que transformarse en un personaje engreído, creerse que el mundo orbita alrededor de su ombligo y olvidarse de dónde viene y a dónde puede terminar.
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Alejarse de la realidad es un mal que devora a los políticos pero que puede afectar a cualquiera, sea cual sea su profesión o dedicación. A un artista, a un empresario, a un influencer, a un director de periódico... Es difícil evitarlo cuando, a diario, nos rodean cantos de sirena acompañados de mucho ruido que nos empujan hacia realidades paralelas que poco tienen que ver con lo que, de verdad, es la vida a pie de asfalto. Ruido que acaba generando confusión y caos, y en el que chapotean egos y personalismos que terminan derivando en extremismos y en confrontación.
Vemos a diario cómo, informativamente, tiene más relevancia la agenda que marca el poder (o la oposición) de turno, que lo que es prioritario para el ciudadano. Un mundo paralelo que ellos mismos diseñan por interés propio, colapsando (incluso ocultando) esas otras realidades que nos rodean y que son, en esencia, lo que nos importa. Porque, más que perder energías y tiempo tildando de golpista a un ex presidente por unas declaraciones -en un ejercicio de sobreactuación y clara distorsión-, al ciudadano le interesa que se preocupen por los padres y los niños que no pueden llegar al colegio porque les dejan colgados los autobuses escolares fruto de un conflicto laboral. Porque, más que enzarzarse dando pábulo a si hay que manifestarse o no contra la amnistía y hacerle el juego a un renacido Carles Puigdemont -que se lo debe estar pasando piruleta-, a la ciudadanía lo que le preocupa es: que tenemos a la vuelta de la esquina un problema de sequía que promete ir a más con los años y nadie ataja, que la crisis climática que se anunciaba ya nos devora, que las listas de espera quirúrgicas se agravan, que el personal de los centros sanitarios está desbordado, que suben los tipos de interés y con ellos la asfixia de la economía familiar, que el terremoto de Marrakech o las inundaciones en Libia han dejado un terrible rastro de destrucción y dolor, que hay un grupo de investigadores que han descubierto cómo hacer más eficaz el diagnóstico precoz del cáncer de mama, que historias como la de la diputada Mar Galcerán hacen que todo sea más justo y animan a mirar más allá... Tener los pies en el suelo es preocuparte por lo que cuesta una residencia o habitación para un estudiante. Tener los pies en el suelo es buscar soluciones a la situación que viven jóvenes que acabaron la carrera el pasado curso y que, tras las vacaciones, no tienen donde trabajar y entran en un bucle de falta de autoestima que hay que ayudar a atajar. Tener los pies en el suelo es tener presente a esos desempleados de más de 50 años que ven que pasa el tiempo y les es imposible encontrar una salida laboral. Y lo es acordarse de esos mayores que cada vez se sienten más olvidados y arrinconados; es alarmarse porque la violencia machista se sigue recrudeciendo ante el esperpento de la disputa por las pancartas; es ver cómo, mientras ellos se agreden verbalmente de forma obscena para proteger cada cual sus intereses, la sociedad se sigue polarizando incitada por esa actitud poco ejemplar y, al tiempo, se va imponiendo entre las nuevas generaciones (y no tan nuevas) la indiferencia como forma de vida.
La catedrática de Ética, Adela Cortina, señaló esta semana, en un encuentro de empresarios, que hay tres maneras de afrontar la relación entre el mundo de la política, el económico y la ciudadanía: desde la moderación, desde el conflicto (o sea, la destrucción) o desde la indiferencia (que supone, disolver la sociedad). «Hay que ir a los centros», sentenció. Y es cierto. Incluso urgente. Ir hacia los centros entendidos como puntos de encuentro y cooperación, para desde esa perspectiva, alejada del más absoluto egocentrismo, avanzar en dar soluciones a los verdaderos problemas de la sociedad. A la vida real, la que preocupa y ocupa al ciudadano.
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En ese mismo foro, organizado por la Asociación Valenciana de Empresarios (AVE), los empresarios quisieron ponerse bajo la lupa de la sociedad e intentar discernir cómo les veíamos. Un ejercicio interesante que sirve para saber, de forma real, no sólo qué opinamos de ellos sino cómo piensa la sociedad en la que vivimos. Esa sociedad en genérico que demuestra, a diario, ser más madura y coherente que quienes la representan en las instituciones. En la encuesta que presentaron, los ataques de raíz política hacia el empresariado que vivimos en las últimas campañas electorales -algunos furibundos- apenas son refrendados. Más bien, al contrario. La ciudadanía valora como vital lo que aportan de empleo y riqueza al país; pero, sobre todo, su contribución a otros valores más interesantes y menos obvios que solemos pasar por alto. Entre otros, como remarcó la vicepresidenta de AVE, Agnès Noguera: resiliencia, ética y confianza. Principios que definen, en realidad, que es lo que se busca en un jefe o en un empleado, en un político o en un dirigente, en una amistad o en un compañero. La resistencia, con el sacrificio y el trabajo que ello implica; la ética, como forma de vivir, y la confianza, como elemento fundamental para deambular por la vida, sin miedo a la traición, sabiéndose leales y nobles con quienes nos rodean y con nosotros mismos. Esas son las mejores armas contra el ruido y, sin duda, los mejores anclajes al suelo de la realidad.
Es domingo, 17 de septiembre. Una de Blaise Pascal: «Dos excesos: excluir la razón y no admitir más que la razón».
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