En la tarde del domingo, un paseo por la playa de Gandía me dio una dimensión nueva de la brutalidad de la inundación de finales de octubre. Si cada veraneante madrileño nos hiciera el favor de llevarse un saco bien colmado de cañas, aun sobrarían ... toneladas por doquier: desde Pinedo a Torrevieja van a hacer falta cientos y cientos de camiones.

Publicidad

La retirada de la maleza que el mar ha dejado en las playas será seguro una de las últimas tareas del plan de normalización. Pero habrá que hacerla -¿de verdad es Costas el departamento responsable?- antes de que llegue la hora de los bronceadores, a mediados de abril. Si en Pascua no está todo listo para la revista y la foto, mal asunto: el turismo no quiere ver cañas en la arena, ni mucho menos ramas de algarrobo centenario.

Por eso, muy pronto, antes de lo que esperamos, ha de llegar el debate sobre la ética y la estética de los barrancos. Porque, más allá de perder el tiempo discutiendo sobre los sueldos de los altos funcionarios, y de asegurarnos, una vez más, de que no hacemos nada en las zonas inundables, nos falta debatir en las tertulias, con pasión, a gritos si llega el caso, si dejamos los barrancos al natural, como muchos prefieren hacer con las axilas y las ingles, o los afeitamos. El ecologismo, no hay que extenderse en eso, no es muy partidario del afeitado personal ni de la monda de los barrancos. Dicen que la naturaleza es sabia y que las cañas de las riberas contribuyen a ralentizar el paso de unas aguas que, en las vaguadas limpias y repeladas, van más veloces y dañinas.

Pero el ciudadano común, sobre todo el más mayor, se inclina por limpiar, desbrozar y mondar los cauces. Sabe de sobra que las cañas tuvieron un uso agrícola intensivo, han vivido en casas con cielo raso de cañas y persianas de cañizo; e incluso han cortado cañas para hacerse una cometa cuando eran jóvenes. Pero, precisamente por eso, saben de la banalidad moderna, de la falta de interés y utilidad actual de unos matorrales de cañas que, a su juicio, solo sirven para embozar puentes y conducciones. Para gran parte de la gente mayor, un mazo de cañas es un anticipo de desgracia, el aperitivo con que el barranco invita a sus víctimas. Pero tendremos el debate, ya verán. Lo sufriremos y saldremos de él con la cabeza caliente y los pies fríos. Como mucho, seguirán poniendo sudarios negros en las riberas, como el domingo vi, no sé si en el Serpis o en ese lindo barranco de Sant Nicolau, festoneado de casitas y veleros que desemboca en el puerto.

Publicidad

Reconstruir el viaje del árbol que yace semienterrado frente al hotel Bayrén daría para una emocionante novela. Pero hay que llevárselo, por mucho que su madera, pulida por el trabajo del mar, parece que tenga mil años y sea una obra de arte.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Empieza febrero de la mejor forma y suscríbete por menos de 5€

Publicidad