Si miramos otros episodios de nuestra historia, la rabia, la cólera, la indignación es fácil que operen sobre los valencianos por diversas vías: a unos los convierte en pasivos y resignados 'meninfots', pero a otros los eleva de manera efervescente y pirotécnica. Estos últimos es ... fácil que opten por dos caminos: unos se mostrarán con rasgos de anarquismo populista y otros se deslizarán por la pendiente de un nacionalismo frustrante.
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Lo hemos visto estos días en eso de que «solo el pueblo salva al pueblo, un hermoso idealismo anarcoide, pero a fin de cuentas excesivo; porque el pueblo, cuando va acompañado de vehículos anfibios de la Infantería de Marina suele ser más eficaz.
En cuanto al nacionalismo que florece como protesta, es un sentimiento que hunde sus raíces en los tiempos en que el marqués del Turia llamó a Valencia «la Cenicienta de España». Martín Domínguez, tras la riada del 57, también exhibió en estas páginas un ancestral olvido de Valencia; que no es otro que el de nuestro manifiesto fundacional de 1866: «Valencia tiene desgracia en las altas regiones gubernamentales». ¿Cuánta parte de esa cólera del 9 de noviembre tiene su origen en la vieja frustración valenciana por sus malas relaciones con el Gobierno? ¿Si estuviéramos bien financiados, si abundara el dinero y el Estado fuera aquí tan generoso como en otras regiones privilegiadas, no habríamos hecho ya inversiones estratégicas en las zonas inundadas? No es preciso hacer historia antigua: el sarcasmo de esta inundación es que Valencia estuvo enfrentada al Gobierno, durante toda la primavera, por el agua que le faltaba a la Albufera.
En la historia de los valencianos funcionan dos planos: si de un lado está la evidente, perniciosa dificultad histórica de ser bien atendidos por el Estado centralista, que tiene como metáfora ese Madrid que solo quiere saber de playas, de otra aparece la permanente tentación catalana de unir las voces de aquí, desde luego como hermanas secundarias, al coro separatista de allí. Nuestra historia parece condenada a bascular entre los dos polos; nuestra historia parece vinculada a una cadena de intentos frustrados de lograr, entre otro y uno, un perfil personal eficiente y sereno. Porque no deja de ser cruel que, desde los años noventa, nuestra historia autonómica esté tan evidentemente lastrada por trapisondas, sueños frustrados, bandazos nacionalistas y fracaso en la gestión.
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Si la inundación nos ha arruinado; si nos ha dejado con una mano delante y otra detrás, no estaría de más aprovechar este periodo de desnudez para alcanzar la máxima sinceridad posible: veamos (con calma, claro) cómo es nuestro modelo de sociedad, analicemos nuestra histórica relación con el Estado y pensemos si las herramientas políticas disponibles -partidos y agentes sociales-están al nivel de los tiempos. Y de las aguas.
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