Casetas de feria
Intentemos reconstruir el escenario: el viajero llegaba a Valencia en ferrocarril, bajaba en la estación de San Francisco y lo primero que se encontraba en ... la explanada, además del jaleo propio de los tartaneros y los mozos de cuerda que pugnaban por cargar equipajes, era una caseta de madera con una puerta cerrada por una cortina raída. Un tipo algo siniestro, que custodiaba la entrada con sombrero de chimenea y atuendo de frac apolillado, pregonaba:
-¡Los marqueses de Liliput! Dos reales, solo dos reales... Pasen, señores, pasen. ¡Lo nunca visto en Valencia!
Misterio y oscuridad. Había que darle dos reales al tipo para poder desvelar los secretos del interior. El público, acomodado en seis filas de bancos, esperaba ante un estrado forrado de terciopelo color ala de mosca. Cuando el aforo estaba completo, el del sombrero hacía sonar un timbre eléctrico. Y, a la luz de una perilla amarillenta, aparecían los aristócratas de Liliput: ella, la denominada marquesa Luisa, era una persona de 23 años, 29 pulgadas de altura y diez kilos de peso; él, denominado marqués de Woge, tenía 32 años, pesaba nueve kilos y medio y apenas medía 28 pulgadas.
Sigo de viaje de recreo por la vieja colección del periódico y me he detenido en la edición del 11 de octubre de 1887. Donde hay un croniquilla, sin duda de pago publicitario, que lleva por título «Los novios liliputienses». Leo con asombro que ella, la marquesa de caseta de feria, se presentaba «en traje de recepción, de larga cola, y cubierto el pecho con algunas alhajas». La gacetilla informaba que «tiene el cabello rubio, ojos negros y tez tostada. Para que todo en ella sea original, ha nacido en Rusia, donde las mujeres alcanzan elevadas estaturas». En cuanto al varón, el anuncio informa que «viste traje oficial de caballería austríaca, y le dan aspecto marcial un retorcido bigote y la pera larga de pelo rubio».
A quienes no nos gustan muchas cosas del presente, nos asalta con frecuencia la tentación de emprender un viaje imaginario al pasado. ¡Ah, la Valencia de antaño! Nos encanta reconstruir aquel elegante esplendor, aquella sensibilidad educada, que atribuimos, más que nada por deferencia literaria, a tiempos antiguos. Pero la realidad no era como la soñamos; para reconstruir la Valencia culta y elegante de la Renaixença, la Valencia de Querol, Llorente, el marqués de Campo, el Ateneo Científico, Blasco Ibáñez y el ministro Navarro Reverter, hemos de hacer el esfuerzo de insertar, también, el apunte naturalista de un barracón en la plaza de la estación del tren.
La que el anuncio de feria nos dejó en este texto de 1887 tiene hoy un aire sórdido, nada agradable para un tiempo donde han cambiado -ahora lo comprobamos- miles de matices y percepciones sociales. «La cabeza y demás miembros guardan proporción entre sí, estando bien desarrollados. La voz es débil, pero clara, y está en relación con tan pequeños cuerpos», dice la noticia que fomentaba la morbosa vista de dos personas de pequeña estatura. Y aún añade: «En el trato son afables y cariñosos y la sonrisa no desaparece de sus labios en tanto dura la exhibición». Que cabe imaginar, dado el éxito que tuvo, que se repetía al menos cuatro veces cada hora, durante seis u ocho horas al día. En 2025 no es imaginable un espectáculo como aquel: las leyes lo prohibirían. Pero 138 años después ponemos en el mismo punto, a la vista del viajero que llega, churrerías incompatibles con ese paisaje, que queremos culto, de nuestra ciudad.
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