Después de siete años huido de la justicia, Carles Puigdemont, el jueves, regresó a España y pudo hablar al fin, durante unos pocos minutos, en una especie de teatrillo de guiñol que le habían levantado, a la vista y con el consentimiento de todos, ante ... el monumental Arco de Triunfo del parque de la Ciudadela.
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El parlamento de Cataluña ocupa el edificio que en tiempos fue Arsenal de la Ciudadela, la ominosa fortaleza levantada por orden de Felipe V. Como las torres de Quart y de Serranos de Valencia, se salvó del derribo casi por casualidad, quizá por ser muy grande; en nuestro caso, precisamente por ser prisión militar. La capilla, el palacio del gobernador y el imponente depósito de municiones es lo único que quedó en pie de una construcción que en buena medida sigue allí, con esos túneles y pasadizos de los que se habla cuando se producen misteriosas desapariciones de héroes independentistas que no quieren dar testimonio de coherencia en una prisión española.
Barcelona siempre quiso ser dueña de la Ciudadela... para derribarla. Eso dice, al menos, la leyenda soberanista. En 1868, cuando llegó la Gloriosa revolución de septiembre, se produjo una cesión de la parcela -más de un millón de metros-- a la ciudad: el general Prim se las apañó para lograrla, a cambio de que el predio se convirtiera en jardín y la ciudad pagara los gastos del derribo. Pero por aquellos mismos días en que los antiguos bienes de la Corona empezaron a encontrar nuevo destino, más cercano al pueblo, ya fue posible ver un trato desigual y asimétrico: mientras Barcelona disfrutaba viendo caer los muros de su Ciudadela, la Albufera, por ejemplo, se consideró un bien tan precioso -tan rentable- que de las manos de doña Isabel pasó directamente al ministerio de Hacienda. En 1887, la Diputación recibió del Estado, al fin, una propiedad de la Corona, los jardines del Real; pero con la condición de que el espacio fuera parcelado y vendido como solar, extremo de una ley, insolente por desigual, que por fortuna nunca llegamos a obedecer.
La historia de las ciudades deja huellas a cada paso, por todas partes. Y no es difícil encontrar viejas desigualdades que ahora se reproducen en aras de la ambición de los políticos, tan desmedida que no se para en barras a la hora de incumplir la ley. Salvador Illa, sí, ha sido investido como president; pero eso ha ocurrido sobre la trama, absolutamente inmoral, de establecer una arquitectura de financiación asimétrica, parcial y de favor, entre las autonomías españolas. Una afrenta insuperable.
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Curiosamente, o quizá no tanto, el ridículo circo de un delincuente que de nuevo se ha fugado para vergüenza del Estado, viene a tapar, con ribetes de escándalo, la desigual aberración que el socialismo va a propiciar en la financiación autonómica. El virus contraído en la Transición, esa tendencia del socialismo español a convivir con el más egoísta de los nacionalismos, no tiene cura. Y sigue causando estragos.
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