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Mi amigo estaba el martes pasado en Francia y cuando puso la tele en la habitación del hotel le apareció lo que no esperaba: el gran debate electoral. Justo, además, en el momento en que, a instancias de monsieur Bardella, de Agrupación Nacional, se planteaba ... un asunto delicado: ¿Deberíamos controlar en manos de quién ponemos determinados empleos de alta responsabilidad? Dicho más claramente: ¿Puede un ruso-francés dirigir una central nuclear o ser general del Ejército de la República?

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Mi amigo no daba crédito. La extrema derecha luciendo la espada flamígera del veto laboral a colectivos extranjeros. Y en lo más hondo de una campaña donde la inmigración y la seguridad nacional han cobrado tanto o más papel que las pensiones y la economía. Attal le recordó a Bardella que tiene a una señora ruso-francesa, madame Volokhova, empleada como asesora de su partido para temas de seguridad en el Parlamento Europeo. Pero el asunto que abordaron no era broma. En Francia hay 19 millones de personas con al menos un antepasado extranjero. Y tres millones y medio de vecinos con doble nacionalidad. Son franceses, pero también nacionales de otro país; son tercera o cuarta generación y ya no trabajan barriendo aceras, sino en asuntos de responsabilidad. Una realidad nueva que se transforma fácilmente en debate en un país que estima mucho no ya el lugar de procedencia de uno sino su adhesión nacional: la forma en que uno se siente francés y lo expresa en su conducta social cada día.

Cuando mi amigo vio que todo eso cobraba carne de filosofía política en la pantalla, y que lo hacía con inteligentes intervenciones cruzadas de candidatos de la izquierda, el centro y la extrema derecha, casi cayó de rodillas. Tres franceses, de pensamiento distinto, y los tres aman a su país. Nadie descalifica y todos aportan. Ninguno se apropia de la patria y todos quieren lo mejor para ella. Pero la cosa no se quedó ahí. Porque, para asombro de mi amigo español, el debate, lo que hizo, fue ahondar en las distintas visiones de la esencia de lo francés, respetuosa e inteligentemente, con aportaciones cultas, sin injurias ni descalificaciones, y sin comparaciones necias. Algo que, desde hace años, no tenemos la suerte de ver en España.

¿Será posible algún día ver aquí un debate electoral que presente una confrontación de ideas sobre la manera de perfeccionar la convivencia nacional? ¿Podremos superar alguna vez el cliché de lo autonómico y fragmentario, de lo local y de campanario? Mi amigo pasó el domingo pendiente de las elecciones de Francia. Y cuando terminó el fútbol me llamó para informarme del resultado.

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