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Si una vez en la vida tienes la suerte de llegar hasta allí, es inevitable que, cuando te sitúes a los pies de la colosal ... estatua de Abraham Lincoln, sientas algo. Habrá un agobio de turistas y demasiada gente haciendo selfies; pero va a ser muy difícil, mucho, que no te impresione la escenografía de las columnas, la actitud mayestática del presidente y la puesta en escena de la arquitectura, con el grandioso obelisco al fondo y ese gran estanque, el de Luther King, que abre un espacio, como mínimo, de serenidad cívica y respeto ceremonial. Y es que, si en Roma es más fácil creer en la Iglesia, en Washington es muy sencillo, es elemental, creerse la democracia: el Capitolio, la Casa Blanca, las avenidas, los parques, esa muralla de mármol donde están los nombres de todos los caídos en Vietnam... Más que una ciudad, aquello es el orden de la democracia trazado sobre un plano; una arquitectura sobre el poder, tomada de Versalles y puesta del revés: porque aquí es donde el pueblo -We The People- el que rinde tributo a sus representantes, los parlamentarios y el presidente, bajo la mirada benéfica de los padres fundadores.
Bueno, pues nada. Si alguna vez te lo has creído, si alguna vez sentiste algo viendo la llama perenne en la tumba de John F. Kennedy, o ese césped con la lápida humilde de su hermano Robert, no te diré yo que reniegues ni mucho menos, pero guarda para ti los sentimientos, crea con ellos un rinconcito de intimidad y disfrútalos mientras puedas, como un buen coñac. Porque tuviste fe y creíste que en Estados Unidos la grandeza de las convicciones era tal que había espacio para todos los pueblos oprimidos, para las democracias enclenques, para los países con dictador envejecido, para los pobres que soñaban, para los que emigraban con ojos limpios y bolsillos vacíos, para los que huían de regímenes nazis o comunistas, para los que creían en las oportunidades y la libertad. Te lo creíste, sí, desde pequeño. Desde los tebeos y las películas, pero también más tarde, desde aquel mar de cruces blancas de la playa Omaha, en Normandía. Te lo creíste, porque allí se hace patente que aquellos chavales querían vivir y murieron por salvar a Europa. Y te lo creíste porque una muerte así se tiene que adobar en principios nobles y eso era, justamente, la democracia. Un sistema abierto, de partidos limpios, de intenciones nobles, de poderes bien divididos y equilibrios cívicos entre los que estaba el respetable oficio de escribir en los periódicos. Pero no sé, yo creo que todo eso se me vino al suelo, el viernes por la tarde, cuando dieron, desde la Casa Blanca, la retransmisión de una de las mayores decepciones que el más pérfido guionista haya podido urdir en detrimento de los principios de libertad, democracia y respeto a la dignidad de las naciones. Y es que, vaya, señor Lincoln, tenemos un problema.
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