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Estamos en el epicentro de la gran fiesta de los valencianos. Como nos pasa también a nivel nacional, tenemos claros síntomas de falta de autoestima ... hacia lo nuestro. Algo que nos lleva a dejar, a los políticos o algunos círculos muy localizados, la exaltación de nuestras señas de identidad. Y, por tanto, algo que hace de esas señas una cuestión íntimamente ligada a sesgos ideológicos. Pasa con la bandera de España. Y pasa con la Real Senyera. Sólo cuando naturalicemos, desde una perspectiva universalista, nuestros símbolos identitarios y vivamos con ellos con orgullo, respeto y admiración, podremos comenzar a sentirnos como un verdadero pueblo que cree en sí mismo, en sus raíces y tradiciones y en sus posibilidades y virtudes.
Porque, más allá de las banderas, el problema radica en que esa falta de querencia como pueblo nos convierte en un territorio invisible. Una región cuyo peso dentro del país le hace ser absolutamente necesaria cuando hay que elegir a un presidente de la nación pero, igualmente, prescindible cuando hay que tenerla en consideración a la hora de gobernar. Porque de forma cíclica vemos cómo, legislatura tras legislatura, las urgencias de esta tierra han ido pasando de largo y han sido postergadas. De hecho, sólo hemos avanzado cuando los intereses trascendían nuestro territorio y la marginación era un clamor. En realidad, cuando hemos logrado progresar ha sido no tanto por la complicidad del gobierno de la nación, sino por la labor desarrollada desde aquí. Conseguir traer en su momento el AVE y la Copa América o atraer la inversión de Volkswagen son hitos que se han conseguido con ayuda del gobierno central, pero sólo posibles por el empeño puesto desde aquí y por el trabajo hecho por quienes gobernaban en cada momento. Únicamente el sacrificio y el esfuerzo interno se traducen en frutos. Porque sólo nos escuchan cuando existe un clamoroso ruido hacia el exterior y cuando ponemos toda nuestra energía (unidos) para lograr un objetivo. Si no es así, lamentablemente, pasamos a ser invisibles. Algo que, ya se intuye, va a ocurrir, y posiblemente de forma contundente, en un futurible gobierno de Pedro Sánchez. Un gobierno absolutamente hipotecado a las fuerzas que le aúpen hasta la presidencia. Como se presume que harán los partidos independentistas catalanes y vascos, cuya factura, más allá de cuestiones demoledoras como la amnistía, incluirá beneficios económicos, sociales e incluso culturales que, en algunos casos, pueden llegar a ser directamente opuestos a nuestros intereses autonómicos.
El frenazo a la ampliación del puerto de Valencia, que ya está en la mesa de negociación al menos por parte de Compromís y se teme que también de Junts y ERC, es algo que hay que tener en consideración. Porque más allá de que se maniobre para frenarla, sí que existe una evidente posibilidad de beneficiar a Barcelona en el desarrollo y el crecimiento de su recinto portuario, frente al letargo y las zancadillas que, unos y otros, puedan poner a la ampliación y accesibilidad del nuestro. Situación que, de la mano, puede ir acompañada también con las urgencias o no para agilizar el Corredor Mediterráneo, que quizá nos interese más a nuestra Comunitat que a la región vecina, como se ha ido demostrando estos últimos años.
Pero más allá del puerto y el Corredor, o de la evidente constatación de que la denominación de la lengua valenciana haya sido borrada de un plumazo en el Parlamento pese a ser la que establece nuestro Estatuto, hay toda una agenda de temas que son prioritarios para nuestra Comunitat y que estamos en clara deriva hacia su marginación. Cuestiones vitales para los valencianos que se pueden aparcar, olvidar o dinamitar por parte de un futuro Gobierno.
Hablamos de nuestro Plan de Cercanías o Ave Regional, que nunca acaba de llegar; hablamos de la lamentable desigualdad presupuestaria destinada a instalaciones como el Palau de les Arts o el Museo de Bellas Artes; hablamos del pago por la atención sanitaria a desplazados... Y hablamos, especialmente, de un plan de financiación justo, por fin, con esta tierra, que no llegará si las hipotecas con otros territorios bloquean cualquier avance. Asuntos a los que debemos sumar el problema del agua y las derivadas que traerá el cambio climático a nuestro territorio y a nuestra industria turística y agrícola. Las hipotecas de Sánchez con Castilla-La Mancha (y, por tanto, con Emiliano García-Page) hacen difícil revertir decisiones letales para Alicante, en concreto, y para el campo y el turismo, en general.
La agenda valenciana, es constatable, está fuera de la negociación del futuro gobierno. No se ve a un PSPV con fuerza en Madrid, en absoluto, y no parece que Compromís vaya a pintar demasiado (por no decir nada) en la coalición de Yolanda Díaz. El reparto de prerrogativas a cambio de apoyos nos excluye y nos puede perjudicar de forma inmediata y, a la larga, de manera preocupante.
¿Quién va a evitarlo? Que la clase política valenciana tenga capacidad para aunar fuerzas frente a la invisibilidad es, hoy, absolutamente utópico. ¿El empresariado? Unos sí, otros me temo que no. Los hay, o eso están logrando transmitir, que andan más pensando en su promoción interna dentro de la organización a la que representan que en bajar al fango de la reivindicación. ¿Y la sociedad civil? ¿Existe de verdad? Hablamos de ella, pero no sabemos dónde está. Es urgente querernos y creernos. De lo contrario estamos condenados a seguir padeciendo la factura de la invisibilidad que nos acompaña desde hace décadas.
Es domingo, 8 de octubre. De 'Las reglas del juego' de Benjamín Prado. «No quiero descubrir que hace ya muchos años / que no hago nada por primera vez». Hagámoslo.
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