El hecho de que a estas alturas de la Historia estemos oyendo tambores de guerra viene a ser tan chocantemente anacrónico como lo sería el ... que alguien recibiera hoy un tratamiento oncológico mediante sangrías y bebedizos mágicos. Será, no sé, porque todas las grandes civilizaciones han conocido su extinción, como si estuviesen maldecidas por la obsolescencia. Será porque la humanidad se rige por patrones invariables según los cuales los periodos prósperos y pacíficos no pasan de ser paréntesis anómalos. No tenemos remedio. En todas las épocas hemos estado en manos de megalómanos peligrosos: gran parte del poder mundial lo controlan gánsteres de guante blanco que disponen de la fuerza bruta suficiente no solo para desordenar la realidad, sino también, llegado el caso, para destruirla.
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Es todo raro. Irracional y raro. Por ejemplo, una versión modernizada de la Guerra Fría empieza a librarse entre EE UU y Europa (con Hungría, además, como caballo de Troya), entre EE UU y Canadá, entre EE UU y México, entre EE UU y Dinamarca, a cuenta de Groenlandia. Mientras tanto, Rusia celebra las insensateces de Trump por la misma razón por la que los antiguos monarcas celebraban las ocurrencias de sus bufones: porque les hacían reír. Al fin y al cabo, Trump es el primer trofeo que ha ganado Putin en su empeño por convertir el mundo occidental en la nave de los locos, a la espera del momento glorioso en que los heroicos mandatarios rusos decidan hacerse con el timón y enderezar el rumbo político, moral y religioso de una civilización decadente. El delirio es tan desmesurado que incluso podría tener éxito.
El fantasma que hoy recorre Europa no es, en fin, el del comunismo soviético, sino el del imperialismo ruso, ante la mirada desidiosa del fantasmón norteamericano, que no ha caído en la cuenta de que un Estado democrático no es una empresa cuya finalidad consista en obtener dividendos mediante el recorte de las prestaciones sociales, sino un conjunto de estructuras cuyo único balance positivo es el de la consolidación del derecho a esas prestaciones.
Los mandatarios europeos avisan, con la boca pequeña, aunque cada vez menos pequeña, del riesgo de un conflicto bélico a gran escala. Macron va un poco más allá y saca a relucir el arsenal nuclear francés. En la encerrona tabernaria que le tendió a Zelenski, el lunático de piel naranja habló a las claras de la posibilidad de una tercera gran guerra. China no descarta un enfrentamiento, más allá de lo comercial, con EE UU. Y así vamos. Recordemos la advertencia que hizo Einstein: si hubiese una tercera guerra mundial, la cuarta sería con palos y piedras. Y aun eso siendo optimistas.
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