Entre que los asesinatos son sórdidos por naturaleza y que las prisas por explicar lo inexplicable obligan a investigadores e informadores a encasillar esta clase ... de occisos con una cierta precipitación las víctimas no sólo se van al otro barrio. Pierden la vida al mismo tiempo que la fama. Sufren invariablemente dos tipos de muerte: la física y la social. El homicidio propiamente dicho y el atropello reputacional, el asesinato de carácter que se comete involuntariamente al desdoblar de un tirón los pliegues biográficos del ultimado y desencadenar los «¡a saber!» que irán después de boca en boca. No son pocas las muertes civiles que provoca la necesidad de determinar la causa de estos abominables delitos porque se prestan como ningún otro a la especulación y rara es la vez que no se le cuelga un sambenito al muerto y se le priva o se le regatea el respeto. George B. Shaw sostiene que el asesinato es el único crimen que interesa ardorosamente a la sociedad. A mi, en cambio, la obligación de satisfacer la evidente curiosidad de los lectores siempre me ha supuesto un cargo de conciencia profesional. Puede que porque, en contra de lo que escribí semanas atrás, Kapucinski y Amparo Panadero estén en lo cierto y lo que ocurre es que soy mejor persona que periodista. Pero todavía se me abren las carnes cuando observo lo socorrido que es «el posible ajuste de cuentas». Un cul de sac que igual sirve para un cráneo roto que para un descosido intestinal y ha eclipsado al odio, la venganza, la pasión. O cuando constato con horror que cualquier muerto en «extrañas circunstancias» se convierte en sospechoso de merecerlo. Y, tanto en un caso como en otro, caen sobre él sombras que únicamente agravarán el dolor de sus deudos. Encima de muerto, apaleado. Todo lo que el fallecimiento por causas naturales conduce invariablemente al por lo demás indeseado día de las alabanzas, el asesinato se presta a un sinfín de conjeturas y maledicencias. Ya lo dice el himno fúnebre de las FF.AA. españolas: «La muerte no es el final». Ojalá. Es el principio de las necrológicas, los pésames, las hipótesis y, ay, las habladurías. La muerte sólo extingue las penas que pudieran pesar sobre el difunto. No anula la opinión que pudiera merecer lo que hizo o dejó de hacer en vida. Antes al contrario, la exacerba. ¿Lo digo por algún caso en especial? No. Lo digo porque todos los asesinatos son execrables y es más que probable, ya que estamos aludiendo a la fama y al buen nombre de las personas, que a De Quincey le saliera el opio por las orejas cuando ironizó genialmente, eso sí, con que deberían ser considerados como una de las bellas artes.
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