Seguí con perplejidad el abuso de su condición de obeso mórbido que hizo en el verano de 2018 un vecino de la Ribera Alta. Aunque ... me abstuve de pronunciarme sobre la desfachatez con que tanto él como su entorno se sirvieron del impacto mediático que tuvo su aparatoso traslado al hospital para llevar al retortero a no menos de cuatro servicios públicos. Pero ahora que ha vuelto a ser detenido y acusado de diversos delitos no tengo por qué abstenerme de manifestar qué pienso no de este pobre diablo, sino de las circunstancias que permiten a personajes como él salirse con la suya. Y para ello es obligado admitir que la prensa es más manipulable que manipuladora, más propensa a ejercer cándidamente correveidile de reclamaciones sólo aparentemente justas que de correa de transmisión de intereses espurios. La razón es que el de periodista es un oficio de quijotes y de almas de cántaro. Lo desempeñamos los que nos ponemos del lado de cualquiera que muestre pena o indignación al instante y, por ende, los que, queriendo hacer el bien, causamos unos estropicios tremendos. Amparo Panadero hacía suya esta semana una frase de Kapuscinski -«Para ser buen periodista hay que ser buena persona»- que no es que yo no la comparta; es que creo que le está haciendo mucho daño a la profesión. Una buena persona es posible que ejerza divinamente de vocero. Pero si no es despiadada o, cuando menos, malpensada y tomista será un mal periodista. Sólo la incredulidad y la desconfianza inducen a averiguar el porqué y el para qué de las cosas. El ahora imputado por montar una red de reparto domiciliario de estupefacientes no llegó a estafar a nadie como aquél infeliz que aseguraba tener más llagas que Jesucristo en el cuerpo. Pero Mónica Oltra no le concedió una casa de milagro; le dobló el brazo al hospital y acogotó a la Administración, sin que la prensa, que le había granjeado la simpatía de la opinión pública al otorgarle el uso de la palabra indefinida e incontestablemente, le parara los pies. Apenas si se extrañó alguien de que despreciara el complejo y repetido despliegue que requería levantar, extraer (sic) y transportar sus 380 kilos; que se saltara la dieta e incluso que querellara contra Sanidad y contra el hospital. Cuya dirección, en evitación de mayores escandaleras, no sólo puso a su servicio a un nutrido equipo especialistas y evitó que trascendiera el interrogatorio policial al que fue sometido estando ingresado para averiguar quién le suministraba los tranquilizantes que detectaban los análisis, sino que haciendo de tripas corazón le despidió a la salida como si de un ilustre paciente se tratara. Y ni aun así se libró de que elevara una queja al Defensor del Paciente.
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