La posibilidad de participar en una columna de opinión es un privilegio. La sensación de interactuar con lectores y gente curiosa (la curiosidad ponderada es ... un atributo virtuoso), contribuye a cristalizar una pulsión profundamente humana. La comunicación. Animales sociales. Solo somos en sociedad, en la polis griega, en la civis romana, en la ciudad como metáfora de la cooperación. De ahí la política y la civilización. La genealogía de las palabras no engaña. Nos engañamos nosotros por causas que también hallan su origen en la propia condición humana. La misma que solo se entiende en sociedad. El individuo sostiene a menudo una relación compleja - a veces hasta truculenta- con la comunidad. Alcanzar ese punto de equilibrio razonable entre la primera persona del singular y la del plural, deviene en la clave de bóveda de un ideal perseguido desde hace milenios. Minuto y resultado: una nueva relación. Un tercer invitado se ha sentado en la mesa y amenaza con no levantarse. Es más, desafía con apropiarse la mesa, las sillas, el menú y los cubiertos. Por supuesto, un gorrón que no piensa pagar la cuenta. Ese tercio que faltaba por llegar y enredarlo todo se llama teléfono inteligente. Una red que enreda. En el fondo, la plutocracia que dirige las tecnológicas y al mundo, no engañan a nadie. Simplemente, han diseñado una poderosa droga de pantallas, silicio y las célebres tierras raras, que activa los mismos neurotransmisores que la cocaína o las anfetaminas. Ese es su delito. O su pecado. Lo han logrado a conciencia. Lo han sabido siempre. El mago siempre supo que era magia y estos magnates siempre supieron que su imperio se levantaría sobre la adherencia patológica al magnetismo irresistible de un truco ideado para caer y permanecer. Enredados. Atrapados. Sometidos y fidelizados. Esto no va de que una novela te enganche desde la primera página. Esto va de idiotizar a cantidades industriales de seres humanos. Minuto y resultado: Más celulares, más terminales de teléfonos inteligentes que habitantes vivos en el planeta. Las horas de conexión de adolescentes, jóvenes y la creciente dimensión intergeneracional del fenómeno no entiende de confines. «Nuestro principal enemigo», llegó a afirmar un conocido directivo de una tecnológica, son las horas de sueño. Es un tema de facturación. Solo la vigilia genera ingresos. Y ya no está tan claro que exista tregua en suspiro alguno. Ya lo decían en Wall Street, el dinero nunca duerme. Espanta escuchar los porcentajes de uso diario del móvil de muchos jóvenes, prácticamente niños. Se está larvando una generación anestesiada, ausente. Una generación que lleva 10 años encerrada en su móvil. Y lo que falta por ver.
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Vivimos en la llamada economía de la atención. En realidad, de la retención. Retenerte conectado es el reto y la estrategia comercial de todo un modelo de negocio que no es penalizado por su reverso más oscuro. Más allá de esa leyenda urbana sobre la hipócrita limitación pedagógica que los magnates de las tecnológicas imponen a sus hijos sobre el uso de la red, los neurocientíficos lo advierten con rotundidad: estamos ante una adicción grave. Un auténtico problema social. La era Gutenberg agoniza. Aunque escuchemos que la cultura libresca parece que resiste a tenor de determinadas estadísticas y rangos lectores publicados, la jaula tecnológica presenta barrotes tan invisibles como resistentes.
La contribución que la era de la imprenta concedía al ser humano, en términos de higiene y salud mental, parece que agoniza. Involucionamos. Leer, aunque no sea exclusivamente en papel, paraliza el tiempo. Detener el tiempo y respirar es el Santo Grial del siglo 21. Leer te sujeta al mundo y a las cosas. Hoy, como señala el coreano Byung-Chul Han, vivimos en el mundo de las No-cosas. Porque leer es un anclaje. Navegar por la red tecleando sin límites nos difumina como seres humanos. Un ser difuso cotiza muy bajo en la bolsa de la libertad, esa que magníficamente vinculó Kant a la idea de autonomía y dignidad. Los teléfonos inteligentes -por no hablar hoy de la IA generativa que amenaza con llegar más temprano que tarde- nos enajenan. Nos cautivan y embargan el alma. Y no, no es amor. Es negocio. Estos día volvía a leer el listado -in crescendo- de profesiones que inevitablemente desparecerán o mutarán drásticamente con la irrupción de la IA. Se observa un especial énfasis en todos los escalafones vinculados al ejercicio del derecho, jueces, abogados, etc. Solo es un ejemplo llamativo. Porque, no nos engañemos, todo aquello que tiene que ver con funciones y labores operativas que una máquina pueda hacer mejor, acabará haciéndolo. No faltan quienes sostienen que, a pesar de todo, al humano le quedará la última palabra. Hagámonos solo una pregunta. ¿Seguro que la última palabra es la más importante?.
Puede que al humano le corresponda la función del plácet ulterior tras un menú de soluciones que previamente ya habrán planteado -aconsejado- con mayor celeridad y eficiencia las máquinas. Pero ese papel no deja de ser una misión trampa ligada a la responsabilidad en cualquiera de sus derivadas. ¿Quién responde ante una situación o consecuencia defectuosa?. ¿Quién rinde cuentas?. ¿Un robot?. ¿Un sofware?. El debate está servido y sigue su tortuoso curso sin respuestas definitivas. Mientras tanto, en una prefectura de Japón se presenta un algoritmo a las elecciones y Arabia Saudita concedió ciudadanía a un robot. Un androide llamado Sophia. El dilema pendiente, efectivamente, es el de la admisión de la culpa o de la gloria. Una reminiscencia de la era de los humanos que todavía actúa como un asidero moral en este lindero y frontera de la historia que habitamos. Las éticas de la responsabilidad nos han humanizado, civilizado y protegido.
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Sea como sea, todo parece indicar que, en el mejor de los casos y hoy por hoy, las formulaciones de la IA se encaminan a convertirse en una suerte de consigliere para un humano que, en la cúspide de una suerte de cadena de montaje, tomará la decisión definitiva. O así se percibirá. Y la vida es percepción. Tal vez, uno de los mayores autoengaños de la historia.
Porque, probablemente, la trazabilidad hasta llegar a ese momento de aparente soberanía humana, el camino esté plagado de sesgos y artificios de dudosa explicación. Consejero o consigliere. En italiano presenta esa evocación al personaje que encarnaba Robert Duval en la saga de El Padrino. Confiemos en que el futuro no lo protagonicen corleones ni imitadores de semejante linaje. De momento, parece que el presente está repleto de personajes de entrañas similares.
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No adviertan tecnofobia en estas desordenadas cavilaciones. Tan solo reflexión. Tan solo dudas. Para Descartes (a partir de la duda construyó la razón), sería un buen principio.
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