Francia vota por toda la humanidad. La frase acompañó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente en 1789. Olympe de Gouges impulsó, dos años más tarde, algo más que una corrección semántica. Proclamó la Declaración de ... los Derechos de la Mujer y la Ciudadana. Aunque haya permanecido en una de esas carreteras secundarias de la historia, resulta tan justo como imprescindible recordarlo. Sea como sea, se habían incubado los llamados evangelios laicos de todos los tiempos.
El simbolismo de un país que condiciona el rumbo de toda la humanidad podríamos señalarlo también en otras coordenadas, circunstancias y momentos históricos. Pero aquél nos pilla muy cerca. El voltaje cualitativo del principal fruto de la Revolución Francesa constituyó una inflexión de gran alcance. Allí se canceló un periodo histórico y, con sus avances, frenazos y relanzamientos, un mundo caducaba irremediablemente. La modernidad se abría paso con la impronta de un orden nuevo.
Hoy podríamos afirmar que los Estados Unidos votan por toda la humanidad. Ya lo comenzaron a hacer desde buena parte del siglo 20. Sus decisiones y sus presidentes han condicionado el ritmo y el rumbo de la vida del planeta. Aquel pueblo, con todos sus matices y rasgos heterogéneos, viene de votar por y para toda la humanidad. Así de triste. Así de claro. Así de oscuro. Pero el mundo es un claroscuro en el que, a la figura estrambótica del presidente Trump, le acompaña la irrupción imparable de los BRICS. El acrónimo que evoca a Brasil, Rusia, China y Sudáfrica. Un bloque que no para de crecer y que, sin duda, marcará buena parte del futuro que nos aguarda. Un espacio que va alcanzando la práctica totalidad de los continentes y que va dibujando, frente al G7, una nueva lógica económica en un mundo que ha renunciado a globalizarse con reglas y concertación.
Deberíamos reinventar una nueva ONU (D.E.P) que reconociera un mundo multilateral
Trump y su plutocracia ha dinamitado los principios del comercio internacional noqueando las hipotéticas virtudes prescritas por los clásicos del propio pensamiento liberal. Porque Trump no es un liberal. Los filósofos liberales, muchos de ellos, tenían un propósito moral en sus planteamientos. Trump no. Trump ganó las elecciones explicitando ser un caballo de Troya. No engañó a nadie. Anunció racismo y ganó. Anunció proteccionismo aunque el resto del mundo se hunda y ganó. Anunció aranceles cuasifeudales y ganó en la meca del libre mercado. Anunció locuras y ganó. Desafió la división de poderes y ganó. Mintió y delinquió literalmente y ganó. Liquidó todos los valores de los padres fundadores de la mayor democracia liberal del mundo y ganó. Tal vez, solo preserva con radical entusiasmo, la llamada Segunda Enmienda de la Constitución norteamericana, relativa a poseer armas. Y usarlas. Nada más. Sin ánimo de simplificar, eso queda de los principios fundamentales y fundacionales de aquella gran nación. Claro que podríamos formular hipótesis del porqué el mundo y los moradores de las denominadas democracias, están virando. Claro que subyace un malestar -o varios malestares- que desencadenan determinados comportamientos electorales. Claro que la miopía de las élites, claro que el hastío entra en escena, claro que no lo vieron venir... Claro que todo se vuelve oscuro.
La globalización era y sigue siendo un propósito noble. Diría más, éticamente urgente. Ahora bien, una globalización gobernada y orquestada. Inspirada por los valores cosmopolitas que ya promulgaron las mentes más visionarias de la antigüedad griega. Ciudadanos del mundo. Todos formamos parte de una sola comunidad más allá de las diferencias nacionales, culturales, raciales, etc. Francisco de Vitoria, nuestro fraile dominico universal y padre del derecho internacional moderno, planteó en el siglo XVI ese concepto excepcional denominado totus orbis, refiriéndose a una sola identidad moral para toda la humanidad, cuando los europeos encontraron América.
Vivimos y sufrimos una globalización fallida. Nos engañaron. Muchos de quienes la pregonaban al final de la pasada centuria solo albergaban una mirada mercantilista y el instinto de la codicia más impúdico. Pero la globalización es el viejo sueño del pensamiento universal e ilustrado. Se atribuye al propio Alejandro Magno la idea de construir un imperio, pero «no de tierra y oro, sino de inteligencia». Personaje controvertido pero en esa sentencia se encierran claves que hoy ni están ni se las espera. Hemos retrocedido. Hoy nos adentramos en una selva poblada de incertidumbres, amenazas y distopías. La globalización pendiente -quizá no la veamos nunca porque el siguiente fascículo de la historia de la humanidad lo escriba Elon Musk desde Marte- debería diseñar una nueva arquitectura de gobernanza. Deberíamos reinventar una nueva ONU (D.E.P) que reconociera un mundo necesariamente multilateral. Una comunidad de naciones que entendiese que nos quedan 4 telediarios si no nos conjuramos juntos contra la emergencia climática, los fanatismos, la IA sin valores humanistas, las guerras y las pandemias sanitarias que pueden regresar corregidas y aumentadas. Pero no, EEUU votó por toda la humanidad y decidió -a sabiendas- que tocaba desmantelar -por ejemplo- la Organización Mundial de la Salud. ¿Votaron que nos suicidemos?. Esta decisión supone golpear de lleno la línea de flotación de las alertas sanitarias, las defensas y las expectativas de acceso a la salud de millones. El mundo lo maneja gente que proponía inyectarnos lejía para combatir uno de los virus respiratorios más letales que hemos conocido en la historia reciente. Pero ellos saben que pueden reiniciarse en el espacio. Suena conspiranoico pero estamos rozando ese futuro. Europa permanece ausente. Se despereza a medio gas porque tiene tantos problemas existenciales que, descabezada y sin liderazgo, llega tarde a todo. Alejandro visualizó la civilización helenística en la que cabía el pensamiento y la integración de culturas. Hoy solo vemos a un hombre anaranjado que visualiza otro tipo de imperio. Una mezcla cinematográfica de Nerón y Calígula. Uno tocando la lira mientras arde Roma y el otro nombrando cónsul a su caballo. Ese parece el nivel. Sus propuestas causan tanto estupor como incredulidad. También subestimamos a otros sujetos que nos hicieron bajar varias veces al infierno en el siglo XX. Algunos también ganaron elecciones con papeletas y urnas. Nuestro mundo no es que esté cambiado. Ya lo ha hecho. Tal vez estemos atrapados en Los Otros, ese triller genial de Amenábar. Estaban muertos. O, como alguien ha llegado a insinuar, solo somos una derivada de un metaverso paralelo. Sea como sea, nos levantamos cada día sobresaltados por una realidad que no entendemos. Invadir Groenlandia, anexionarse Canadá y México, empaquetar seres humanos cual mercancía con destino a cárceles de alquiler en países que perdieron su dignidad. O desalojar a millones de personas para, cual broker de casino, forzar la llamada Nueva Riviera turística en el Mediterráneo. Somos frágiles y tal vez estemos en, cómo decirlo, lo que queda del mundo. Pero lo peor que podemos hacer es mirar para otro lado o lisonjear atemorizados al matón del patio del colegio. Pocas bromas con el bullying.
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