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El escritor Álvaro Pombo recibió el 23 de abril el premio Cervantes. Lo hizo ataviado con su gorro de lana azul, que le llenaba de ... autenticidad. Un gorro que, como queriendo ser una prolongación de su discurso, coronaba su fragilidad. Esa sobre la que disertó en su epístola -que no pudo leer por su estado de salud y que fue un conmovedor viaje por las letras y la humanidad-. «La fragilidad es el gran tema que va con nosotros en toda nuestra vida y en todo nuestro día a día. Hoy sigue siendo, quizá más que nunca, el gran tema: la fragilidad ante la enfermedad, ante la soledad, ante la injusticia, ante la inseguridad, ante la falta de convicciones, ante las causas perdidas».
Esa fragilidad es la que se vio en el papa Francisco hace justo una semana cuando cruzó, por última vez con vida, la plaza de San Pedro, en lo que fue una despedida de los fieles, de su gente, de la calle a la que él tanto se entregó. La fragilidad que se constató cuando, horas después se anunciaba su muerte. Cuando un ictus fue el soplo tajante que apagó la vela de quien quiso ser pastor por encima de Papa. Pastor de los que, como Pombo reseñó en su discurso, son los más débiles de esta sociedad «cada vez más ininteligible». Un tiempo distópico en el que la guerra, la desigualdad, el populismo, los extremos... parecen querer coparlo todo.
Los frágiles fueron ayer la guardia pretoriana de Jorge Mario Bergoglio en su despedida. Ellos fueron los últimos que le rindieron pleitesía, más allá de poderosos, dirigentes políticos y monarcas de todo el mundo. Porque los más pobres fueron, en verdad, los que él señaló como los últimos a los que quería tener cerca cuando su cuerpo fuera camino de la sepultura. Los desahuciados de la vida. Los que forman ese gran rebaño de personas que son invisibles para la gran parte de la sociedad, ciega ante su realidad. El que cayó en las garras de la droga y ella le despedazó el alma; el preso al que el Pontífice visitó el Jueves Santo y que busca reinsertarse en una sociedad que le dio la espalda; el inmigrante que pudo llegar en patera en busca de una vida mejor, pero que en esa misma travesía vio a compañeros -mujeres embarazadas, niños...- ahogarse en el Mediterráneo; el futbolista que lo tuvo todo, pero que vio cómo su cabeza estallaba, y abandonó la gloria para reencontrarse y volver a empezar; la anciana que depende de que alguien tenga la misericordia de regalarle un poco de compañía; el que ansía acabar con su vida, porque la realidad le asfixia; quien tiene que aguantar la despiadada violencia machista, con el temor de que un día le pueden truncar la existencia en un arrebato de crueldad de alguien al que llegó a amar; quien vive en un banco del jardín de por vida, hasta que una helada le pare el corazón, como el frío puede arruinar un almendro en flor; quien es atacado y vapuleado por su condición sexual o por su raza o por su religión; quien ve caer las bombas en medio de un escenario del horror (sea en Ucrania, sea en Gaza, sea en cualquier lugar del planeta donde los días están marcados por las armas)...
Ellos, las víctimas de una sociedad que está empeñada en llenarse de invisibles, son a los que Francisco quiso poner en el foco durante su papado. Y aunque sólo fuera una intención, un puñado de gestos en cadena, al menos sus días sirvieron para darles algo de visibilidad. Aunque sólo fuera por un instante; con un titular; a través de una imagen. Y aunque sólo hiciera que aplicar lo que marca la esencia del cristianismo. Su actitud, hasta el final, deja como legado algo tan sencillo como el ejemplo. Ser ejemplo. De hecho, la gran mayoría le recordará, más allá de empeños en etiquetarle ideológicamente, como el Papa de los pobres. No porque sus antecesores no lo fueran; sino porque él lo quiso enfatizar en su forma de vida, en su actitud, en su toma de decisiones y en su palabra. Y no es que Bergoglio fuera un Papa progresista -algo que muchos han querido remarcar por conveniencia-, sino que fue un firme convencido de lo que debe significar ser cristiano. Y que es, sencillamente, hincarse ante un preso para limpiarle los pies; es viajar a los rincones más castigados del mundo a tender la mano a los más pobres entre los pobres; es facilitar el diálogo entre enemigos; es intentar comprender al que su forma de ser y pensar le ha arrinconado... Francisco quiso, simplemente, ser espejo de la esencia cristiana. Y Pombo, sin saberlo, perfiló con palabras en su discurso el semblante del Papa que, desde hoy, descansa bajo una austera lápida de mármol blanco. Austera y alejada del boato cardenalicio, que pese a todo ayer impregnó su despedida. «Es muy posible que para alcanzar la grandeza (...), para superar la fragilidad, tengamos todos que llegar a la profundidad y a la pobreza. Ahí se desharán los encantamientos», glosó el flamante premio Cervantes.
Francisco viajó en su vida como Santo Padre hacia esa pobreza y hacia esa profundidad para convertirse, al final de la travesía, en un gran Pastor. Querido, admirado y respetado, como han demostrado los miles y miles de fieles (y no tanto) que han estado despidiéndole desde que falleció. Lo hizo, siendo fiel hasta el final a sus principios. Dejando como último regalo a esa autenticidad, la estampa más austera posible dentro de la incontrolable pomposidad de los rituales vaticanos. La estampa de esa tumba despojada de superficialidad. Como queriendo, con ella, hacer resonar un mensaje sobre la fragilidad del ser humano. Ese que, cuando queda desnudo de todo ropaje, de todo poder o riqueza, de toda influencia o manipulación del lenguaje, de toxicidades y crueldades, acaba siendo como cualquier otro. Todos somos iguales ante la inalterable realidad que es la desnudez. La que desde ayer da cobijo a los restos del Pontífice. La desnudez que iguala a Donald Trump, cuando se le despoja de la coraza del poder y la riqueza, con un inmigrante que intenta cruzar una frontera. La desnudez que iguala a Vladimir Putin, limpio del ardor guerrero y ambición política, con quien muere en uno de los ataques rusos. La desnudez que aúna a un palestino con un israelí; a quien es de izquierdas con quien es de derechas; a quien hizo fortuna con quien vivió de limosna; al joven y al viejo... La desnudez que nos equipara a todos ante el frágil espejo de lo que somos: una minúscula parte de un Universo inalcanzable del que, como Francisco, partiremos convertidos en un simple río de humo que emerge de la vela que apagará un soplo. La frágil llama de la vida.
Es domingo, 27 de abril. En los minutos previos al sepelio, Trump se encontró con Volodímir Zelenski. Fue el último servicio del pastor Francisco. Que su muerte sirviera de pretexto para aplacar conflictos en el mundo.
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