Hace unas semanas, el periodista Manuel Jabois contaba en su columna de los miércoles en El País el carteo entre dos mujeres en La Vanguardia. ... Una de ellas, más mayor y cargada con bolsas de la compra; la otra, más joven y en moto. Ambas, perfectas desconocidas, se encontraron en una calle de Barcelona. La primera agradecía en el diario catalán que la otra hubiera aparcado su moto y se bajara con el casco puesto para atarle los cordones de las zapatillas que llevaba sueltos. A partir de ahí, con ese reencuentro epistolar y al salir del anonimato, hubo regalos de flores, libro de cuentos y un relato fascinante. Hay personas que convierten lo simple en mágico. Un gesto innato que convierte el día en extraordinario. No son hazañas, son más porque hacen la vida fácil, o al menos, que haya esperanza. No lograrán la paz en el mundo pero hacen que se le parezca. El pasado lunes, mi compañera Beatriz de Zúñiga exteriorizaba su alegría porque alguien había cogido las fotografías de sus hijos, Polo y Bosco, y las había enmarcado. Bea las tenía pegadas con celo en el ordenador y de la noche a la mañana aparecieron encuadradas cuidadosamente en su mesa. Se giró hacia mí para contarme lo que había pasado, deseosa de una respuesta al enigma y sin saber que había una explicación para aquello tan extraordinario. La miré, sonreí y le dije: «Seguro que ha sido Amparo». Tenía una prueba irrefutable, porque a mí hace tiempo que me hizo lo mismo. Nadie más podía hacer eso. En mi mesa tenía un collage de colegio con una foto con mis hijos, Alexis y Vega, en una playa de Mojácar. Además, también tenía una foto tipo carné del niño. Yo, que vivo en un desorden ordenado porque es mi estado natural, las tenía pegadas también en el ordenador, hasta que una mañana aparecieron enmarcadas y bien ordenadas tras un cristal como si fuera un regalo de Reyes. Alguien, con mucho mimo, las había colocado perfectas, sin tapar nada de lo importante. No me costó mucho averiguar que la persona que protegió a mis hijos para que no se arrugaran y no se perdieran entre un mar de papeles no fue otra que Amparo, a la que le di las gracias por uno de los gestos más bonitos que alguien ha tenido conmigo en el cuarto de siglo que llevo en la empresa. Ella, humilde, le restó importancia. La gente que hace este tipo de cosas no busca agradecimientos. La vida, para ellos, es así. Algo tan fácil y tan complicado. ¿Y quién es Amparo? Ella es la primera persona que llega cada día a la redacción, desde hace muchos años, la que se encarga de que todo no parezca una leonera. Eficiente y discreta. Atenta y educada. «Buenos díaaas», se le oye desde el fondo de un pasillo. Y sigue a lo suyo, con el carrito de la limpieza porque la edición de un diario siempre empieza por algún sitio. Amparo es como un hada, con su bayeta mágica, una de esas personas capaz de cambiar a mejor el mundo. Gracias Amparo.
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