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Fallero y antifallero: vive y deja vivir

Las carpas, los petardos y los cortes de calle han pasado a formar parte de las Fallas y la solución está en que las dos partes, los pro y los anti, se ponga en el lado del otro

Héctor Esteban

Valencia

Domingo, 16 de marzo 2025, 00:37

Hacía años que no iba a ver la Crida. La última vez que asistí se celebraba de puertas hacia adentro, en la calle de ... los Serranos, y en mi retina se quedó aquel señor que iba con un silbato para pitar el discurso del alcalde de entonces, el socialista Ricard Pérez Casado. Eran tiempos en los que los falleros, de riguroso negro 'cucaracha', eran –éramos– vistos por la izquierda como caspa de derechas, unas fiestas rancias. Después, al darse cuenta de que en las comisiones había muchos votos, se reciclaron para pescar en un caladero que les llevó desde Blanquerías al resto de mundo. Compromís, desde el Ayuntamiento, elevó todo a otra dimensión y actos como la Crida pasaron a ser un botellón con discoteca donde se citaban muchos primeros electores. Llegó el sinsentido a la fiesta.

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Este año me volví a animar a ir a la Crida, impulsado por mi hija, y para resumir, me impactó ver a una chica bajarse los pantalones y las bragas en medio del tumulto para orinar todo el alcohol que llevaba dentro con el culo en pompa. Esta es una historia de máximos, no única porque se ha dado en otras ocasiones, pero que relata el extremo al que han llegado unas fiestas que se han ido de las manos. Valencia no es un meódromo donde el espacio entre dos coches o el interior de un portal se han convertido en váteres portátiles en muchas ocasiones.

Soy combatiente de los más de cien mil hijos de las Fallas –48 años de censo me avalan–, pero creo que la virtud está en el término medio. Me gusta la carpa, donde hace vida la comisión fallera y se refugia de la lluvia, pero empatizo con aquellos que las odian porque acceder a su casa se ha convertido en una misión imposible.

Es tiempo de verbenas y discomóviles, pero no son de recibo macrofestivales como el vivido en la plaza de San Sebastián donde el vecino no fallero también tiene derecho a respirar, porque hay niños pequeños y personas mayores que necesitan descansar. De la misma manera que los aficionados a pirotécnico deben de entender que entre la pólvora y la urbanidad también hay un término medio en el que se puede disfrutar sin atemorizar al ajeno. La comisiones falleras no deben ocupar toda la avenida en sus pasacalles y si hay concurso de paellas, retirar brasas y cenizas de la calzada para que a la vuelta todo sea lo más normal posible. En mi comisión, el Ayuntamiento dejó un contenedor metálico para depositar unas ascuas que todos recogieron.

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En la otra orilla están los antifalleros, un colectivo cada vez más numeroso que califica de peste unas fiestas y a sus participantes que generan una buena bolsa de ingresos para los negocios y el PIB de una ciudad que se transforma del 1 al 19 de marzo para vivir unos días sin igual. Los anti son otra moda donde hay que vivir en contra de todo... menos los que le gusta a ellos. Las fallas necesitan cortar calles, sacar el tráfico del centro, convertir el cap i casal en un descontrol controlado, porque eso deben de ser las Fallas, un maravilloso caos. Y al final, como todo en la vida no hay mejor refrán que este: vive y deja vivir.

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