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Este año voy a cumplir 50 y a mí me gustaba la vida de antes. Odio el móvil, las redes sociales, el correo electrónico y ... la inteligencia artificial. Mi hijo tiene 17 años. A su edad, cuando quería salir a dar una vuelta, me iba de casa, recorría el trayecto que había hasta el portal de algún amigo, llamaba al timbre, subía, saludaba a sus padres, me quedaba un rato charlando con ellos y cuando mi colega se acababa de acicalar, nos íbamos a los recreativos o al bar de siempre. Aquello era un goteo de adolescentes que iban y venían sin dramas. Los que entraban por los que salían. Nadie sufría sin whatsapp. La única conexión con el resto de mundo era el modelo góndola rojo de Telefónica en casa de mi madre. Con rueda de marcar, de esos que el contacto de llamada era eterno si el número tenía muchos nueves. La vida de antes era paciencia. El otro día, mi hijo dijo una frase que me dejó impactado al tiempo que más que preocupado: «Ojalá otra pandemia». Los chavales no vivieron como un trauma el coronavirus. No había clases y los aparatos tecnológicos eran el nexo con los amigos -llámese teléfono móvil, videoconsola o app para reuniones online-. Mientras a los mayores las nuevas tecnologías no nos llenaban a los más jóvenes, que ya han crecido con un móvil en las manos -¿cuántos niños vemos en carritos de bebé hipnotizados delante de una pantalla para que no molesten en un restaurante?-, les fascinaban. A mí el progreso me ha arruinado la vida. Las desconexión digital, por mucho gurú que ande suelto, es una falacia imposible en el mundo del periodismo. Ayer, a las 13.33 horas en la bandeja de entrada de mi correo había 38.132 mensajes por los que ya ni sufro ni padezco. Los reels de Instagram han sustituido a los componentes del Palmolive en las aguas mayores y en la lectura previa a la hora de dormir. Los whatsapp se han engrilletado a mi vida y de lo único que me he podido escapar es de Facebook, después de que alguien me hiciera ver que subastar a mis amigos para expulsarlos no estaba bien, y de X antes Twitter, porque el hartazgo de tanto erudito y sabiondo que produjo tal rechazo que una mañana, en un arrebato, me salí de ese gallinero harto de tanto insulto. No somos conscientes de la tortura que es el estar permanentemente localizable. Antes, en el periodismo del siglo pasado, si llamabas a un fijo y nadie respondía no pasaba nada. Pues al día siguiente. Ahora, la angustia es constante, la inmediatez asfixia y lo que prima es llegar antes aunque sea sin todos los datos. Los estudiantes han abandonado la Larousse por la wikipedia, han dejado su cerebro en manos de la inteligencia artificial y el flirteo en las pantallas del whatsapp. Alexia convierte a muchas familias en numerosas, el sexo se negocia por Tinder y para resumir, como titulaba ABC la entrevista al escritor Terry Hayes: «La gran contribución de internet es llevar el porno a los hogares».

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