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El francotirador

Sanitarios a tiempo parcial

Héctor Esteban

Valencia

Jueves, 14 de marzo 2024, 23:46

Mi hijo tiene alergia a los ácaros. Desde bien pequeño. Un problema que le ha generado algún que otro quebradero respiratorio. Por casa, los ventolines ... y los budesonida han formado parte de nuestra vida. El chaval, que acaba de cumplir 17 años, sigue un tratamiento periódico con el objetivo de que con el paso del tiempo, mucho tiempo, pueda hacer una vida más normal en este sentido. Ahora se pincha una vez al mes un antídoto que una parte lo paga la Seguridad Social y la otra, sus padres. La vacuna no es barata. En casa, en la cocina, tenemos la pauta prescrita por su pediatra, un volante con la orden del pinchazo firmada y su tarjeta SIP. El martes por la noche, sobre las diez, fuimos al centro de salud para que le inyectaran su dosis. Vaya por delante que igual no son horas pero son las horas en las que a veces uno llega a casa de trabajar y no hay otra opción. Antes de tocar a la puerta del centro de salud daba por hecho que iba a tener que sortear varios obstáculos. El primero en recibirnos fue el celador. Con suma amabilidad le expliqué que al chaval le tenían que pinchar, que llevaba una orden médica para que lo atendieran y que, como el niño es menor, tenía que ir acompañado de un adulto, en este caso su padre. A mí y a su madre nos gusta ir a uno de los dos junto al niño por lo que pueda pasar. El celador, de trato correcto, me hizo ver que era muy tarde, a lo que le dije que un servidor llegaba de trabajar y que era la única posibilidad que tenía para pinchar al chaval. Con el volante en la mano, el sanitario se dirigió al despacho del médico y el silencio de la noche y de la consulta permitió escuchar con nitidez la conversación. En un principio, el galeno dijo que no se le pinchara a mi hijo, que volviera mañana, que era muy tarde, que se deshiciera de nosotros y demás argumentos para justificar el rechazo a la atención a un menor que necesitaba su dosis de la vacuna. El celador insistió, jugó la baza de que el padre venía de trabajar y al final le dieron paso al paciente entre un murmuro lejano. La enfermera, diligente, pinchó al chaval, pidió con educación que la próxima vez no fuéramos tan tarde -le expliqué que mi presencia allí no era por gusto- y en tres minutos solventó lo que parecía un gran problema. En el centro de salud no había nadie. Ni un sólo paciente ni una sola urgencia. Mi hijo y yo éramos los únicos ciudadanos que pedíamos una atención digna de la sanidad pública. Es más, estábamos dispuestos a esperar el tiempo que hubiera hecho falta en el caso de otro paciente necesitara una atención inmediata. En casa sabemos que se puede pedir pero no exigir. No es la primera vez que me toca negociar la dosis de la vacuna de mi hijo. Algo, que, realmente no entiendo. La solución que me ofrece la conselleria de Sanidad es sacar a mi hijo del colegio, ausentarme del trabajo y que le pinchen. A veces pienso que todo es una estrategia para acabar en la sanidad privada.

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