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El doble check azul es hoy en día una línea de vida, el pálpito del móvil, la señal que indica que estás conectado, que sigues ... vivo. La semana pasada decidí morir por unos días, a conciencia. La noche de antes de salir de vacaciones apagué el aparato y lo metí en uno de los cajones de la mesita de noche. A la gente que lo necesitaba le informé de mi limbo temporal y advertí de que sólo cogería llamadas de emergencia en el móvil de mi mujer. Mi hijo, que es de esa generación que ha nacido con un pan y un móvil debajo del brazo, explosionó asustado: «Papá, ¿y si te pierdes?» No sabe que aquellos que nos hemos extraviado en la orilla de alguna playa y nos han devuelto de la mano a nuestros padres somos imperdibles. La vida sin móvil es posible. La única licencia, echarle un vistazo a la prensa del día al levantarme y antes de dormir. Estar informado no está reñido con la desconexión. El primer día tienes mono. Una vez superado ese Tourmalet, todo es un plácida descenso. Por primera vez en mucho tiempo me vi con un mapa en la mano tratando de situar los lugares que queríamos visitar, sin la necesidad de ubicarme a través de Google Maps para a cien metros girar a la izquierda. Tuve el placer de preguntarle a una lugareña por un local para desayunar, de leer paneles informativos y de seguir a un guía que al detalle nos explicó cada piedra de una ciudad amurallada. Nos encontramos a un profesor extremeño, apasionado, didáctico y enciclopédico, que nos dio una lección magistral sobre los azulejos de Golaço. Y eso no hay Siri que lo supere. El primer día me eché la mano al bolsillo un par de veces para tratar de hacer alguna foto. Gestos involuntarios que me duraron un suspiro. Hubo instantes de bicho raro, donde el resto vivía hipnotizado por cualquier reel mientras yo miraba al infinito sin más expectativa que ver el mundo rodar. Salí en las fotos de los demás, leí Perro Negro sin la adicción de parar a visionar la pantalla del celular y en aguas mayores volví a la infancia de los componentes del gel a granel. En los ocho días no hubo llamada de emergencia más allá de la rutinaria para decir que todo iba bien. En el trabajo todo rodó porque nadie es imprescindible y en general la vida sigue porque hay quiénes hemos vivido más tiempo sin móvil que con él. A la vuelta, alguna llamada perdida sin importancia, un buzón de voz que todavía no he escuchado, alguna solicitud de amistad en Instagram no urgente y 674 mensajes de whatsapp, que venían a ser unos 84 al día que no contesté y que gané para mi tiempo libre. Algunos amigos y amigas, a la vuelta, se interesaron por la experiencia. La mayoría apostando por ejecutarla y los menos asegurando que no podrían vivir sin en el móvil. La desconexión digital es necesaria, volver a la vida de antes es terapia y esta primera experiencia será un paso para dar muchos más. La vida también está más allá de la tiranía de un smartphone.
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