Pertenezco a la legión que no hizo el servicio militar sino la objeción de conciencia. Es cierto que no me hubiera desagradado hacer la mili ... al calor de las batallitas que me contaba mi padre, destinado en el batallón de carros de combate del destacamento de Bétera. Además, como mis abuelos tenían un chalé en la urbanización de Los Pinares, en la carretera de Olocau, mi infancia se asocia al soldado de la garita de guardia en una de las esquinas del campamento militar. Terminé la carrera, ya había entrado de meritorio en el periódico y mi objetivo era cumplir con mis obligaciones sin una evaluación de daños desmesurada. Por eso, me busqué la vida para poder hacer la objeción en la Confederación Hidrográfica del Júcar, donde me habían contado que por las tardes era factible. Mi idea era estar en el departamento de comunicación pero rechazaron mi proposición, por lo que me presentaron a un señor que me metió en un despacho y me dijo que mi misión iba a ser la de rellenar tomos de expedientes de expropiaciones. En unas casillas ponía el nombre, la dirección y los metros cuadrados expropiados. Durante las primeras semanas fui un joven disciplinado y eficiente. Cumplía con mis horas y con los tomos. Semanas después empecé a cansarme y me iba antes de lo estipulado. Después dejé incluso de anotar y me echaba unas siestas de campeonato. Y el paso definitivo fue ya el de no aparecer por allí y acudir el último día para que me dieran la licencia y objeción de conciencia cumplida. Me sentí como un funcionario. La dejación de mis funciones vino motivada porque en ese edificio ubicado en la calle Blasco Ibáñez no había nadie por la tarde más allá del servicio de limpieza. El único amigo que hice, que me acaba de venir a la cabeza y con el que tenía largas conversaciones sobre lo divino y lo humano, fue con un chico que limpiaba por allí y que en sus ratos libres trabajaba de pulidor de suelos -me dio su tarjeta y creo recordar que le conseguí algún trabajo-. Del señor trajeado y encorbatado que me encargó el primer día rellenar los expedientes de expropiación no volví a saber más. Y mis tardes fueron plácidas, sin cargar fusiles ni pistolas, y vegetando en la administración pública para cumplir con un trámite en mi vida. Con el paso del tiempo creo que ese pasaje de mi vida entra dentro de los capítulos más inútiles de mi existencia. Mi mejor recuerdo, el pulidor. Espero que las cosas hayan cambiado porque si no es así puedo entender lo que pasó en la tarde del 29 de octubre en Valencia, el día que la dana lo arrasó todo. Me imagino que aquella tarde los despachos estarían llenos, los funcionarios en sus puestos, tomando decisiones, mirando pantallas, analizando las alertas, colaborando, con mil ojos en lo nunca visto. Me quiero imaginar que fue así aunque la realidad de lo que pasó me hace pensar que no sucedió porque todos estaban disfrutando de su maravillosa siesta.
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