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Muchas, demasiadas, desgracias ha provocado la dana que devastó l'Horta Sud. Decenas de miles las familias y empresas damnificadas, muchos, demasiados, de cuyos problemas siguen sin solucionarse después de casi cincuenta días de la hecatombe. Lo que es peor, cuesta imaginarse en numerosos casos ... la reparación definitiva.
Hoy quiero ocupar estas líneas exponiendo la situación complicada del convento de las Hermanas de la Cruz de Aldaia, a quienes visité el jueves con mi amigo Ángel. Lo hago tras convencerles de que la publicación de sus problemas podría contribuir a que reciban las ayudas urgentes. Ellas, confiadas ciegamente en la Providencia, no quieren ser noticia diferenciada cuando existen tantas personas en similar estado.
Las instalaciones del convento han sufrido graves daños. Toda la planta baja y el sótano fueron arrasados por el agua y barro. Menos mal que los trece ancianos residentes se salvaron porque viven en la segunda planta. La riada llegó hasta más de metro y medio de la primera planta. Lamentablemente, nadie del Consorcio de Seguros ha aparecido.
Entre sus urgencias, destaca la reposición de uno de los dos ascensores. No tienen más remedio que ir apañándose, aunque con excesiva dificultad. «Nos han hecho el presupuesto». Cuesta sacárselo pero, finalmente, señalan los 60.000 euros con todas las reparaciones colaterales imprescindibles a causa de la destrucción producida por el turbión.
La Comunidad de las Hermanas de la Santa Cruz fue fundada por sor Angela de la Cruz, hoy elevada a los altares, cuya misión se centra en dar de comer al hambriento, vestir al desnudo... En definitiva, ayudar al prójimo. En Aldaia, además, como he referido, se ocupan directamente del cuidado de trece ancianos. «No tenemos más espacio. Al contrario, lista de espera» dicen con sentimiento.
No resisto la tentación de plasmar el relato de esa especie de milagros acaecidos, como que la imagen de arcilla de la fundadora ha quedado indemne a pesar de llegar el agua hasta su cintura, que el crucifijo quedó sin caer aunque la mesa en la que estaba fue zarandeada por el agua, o que la imagen del Sagrado Corazón de Jesús cubierto por una urna de cristal no se movió a pesar de caerse y destrozarse la urna. No se atreven a expresar lo que evidencian sus caras, su Fe.
Nos despiden con la gratitud hacia los voluntarios y nosotros deseándoles que alguien, incluso la Administración -miran también con esperanza y admiración a Juan Roig- les tenga en cuenta y que no se cumpla aquella frase de Roberto Santiago ('La rebelión de los buenos'): «Mucha gente huye de la desgracia ajena, como si el dolor fuera contagioso». Así es la vida.
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