Trump nos riñe y nos desnuda
INOCENCIO F. ARIAS
Martes, 18 de febrero 2025, 00:11
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INOCENCIO F. ARIAS
Martes, 18 de febrero 2025, 00:11
La guerra hispano-americana de 1898, instigada con pasión por la prensa estadounidense, mal abordada por la inconsciencia de algunos políticos españoles y desencadenada por ... Washington con el falaz pretexto de la voladura del Maine en La Habana, acabó con el abandono por España de Cuba, Filipinas, Puerto Rico y algunas estratégicas islas del Pacífico. La causa vociferada para declararnos la guerra fue lograr la libertad de los cubanos y sacarlos del yugo español. Una resolución del Congreso en Washington manifestaba que la situación en Cuba era «un desdoro para la civilización cristiana».
Las motivaciones santurronas norteamericanas pronto saltaron por los aires. El mordaz escritor Mark Twain escribiría que había llegado a la conclusión «de que no tenemos la intención de liberar sino de subyugar Filipinas». Y Washington estuvo décadas interviniendo en la política de la Cuba independiente gracias a la Enmienda Platt.
Por otra parte, en la negociación del Tratado en Paris que concluyó la guerra, los liberados, los cubanos, no tomaron parte. Ahora, Trump parece que quiere repetir el desenlace, pactar las líneas generales de un acuerdo de paz con Putin, darle el tema masticado a Zelenski y marginar completamente a los europeos.
Las grandes potencias gustan de rehacer el mapa del mundo entre ellas, sin participación de los más pequeños ni de los más afectados. Al término de la I Guerra Mundial, la conferencia de Versalles reunió a medio mundo pero las decisiones las tomaron los grandes vencedores del momento: Gran Bretaña, Francia, Italia y Estados Unidos. El presidente americano Wilson, un idealista un tanto irrealista, venía constantemente predicando que había llegado la época de la diplomacia abierta y de la paridad entre las naciones. Luego, en los tres meses que pasó en Versalles se olvidó de su santo propósito; sostuvo multitud de reuniones, ¿doscientas?, sólo con los otros grandes, el inglés Lloyd George, el francés Clemenceau y el italiano Orlando. Ellos, sólo ellos, moldearon totalmente el Tratado. La opacidad llevó al periódico Le Figaro a decir que la Conferencia parecía un cuadro cubierto con tinta negra y titulado «Batalla de negros de noche en un túnel».
El guión se repitió en 1945 al concluir la II Guerra Mundial. Estados Unidos, la Unión Soviética y Gran Bretaña cosieron el nuevo traje internacional en Yalta y luego lo impusieron en la Conferencia de San Francisco que creó la ONU. Ellos tres, con Francia y China, tendrían un poder omnímodo en las Naciones Unidas con su asiento permanente en el Consejo y el derecho del veto. El privilegio vesánico que se concedieron es de tal magnitud que la ONU no puede discutir la invasión de Ucrania porque el agresor, Putin, tiene el veto.
Trump ahora cabalga de nuevo enfundado en su ropaje prepotente y aislacionista. Y los sesudos gobiernos europeos se pasman de que pretenda llevar a cabo todo lo que viene proclamando desde hace meses, si no años: su preocupación es China, no la defensa de Europa, él quiere solucionar el tema de Ucrania porque es un lastre económico y una distracción en sus objetivos, para ello Zelenski tendrá que hacer concesiones dolorosas, y ya está harto, muy harto, de que los aliados europeos no se gasten en defensa lo que deben porque, gorrones empedernidos, vienen confiando en que Washington los protegerá. Esto se ha acabado.
Sus colaboradores, el Vicepresidente Vance, el Secretario de Defensa y otros corifeos, han estado esta semana en Europa y sin pudor han predicado explícitamente el nuevo evangelio: «ha llegado un nuevo sheriff al pueblo» cuyos mandamientos son que Europa debe aprender a defenderse a sí misma, «no es justo que Washington pague la factura mientras los europeos gastan enormemente en seguridad social» (Marco Rubio dixit). No le importa que Putin dé sustos a los europeos cicateros en defensa, Ucrania debe resignarse a perder parte de su territorio, a no entrar en la OTAN y a no tener garantías de seguridad de Estados Unidos, que comenzará a retirar soldados del viejo continente. Vance, un político que los americanos califican de articulado, nos ha dado, con un par, incluso lecciones de democracia muy apreciadas por su jefe.
El enfoque de los problemas de Trump es ciertamente altanero y autocrático. Tiene la sartén por el mango y no es exactamente diplomático. Su cesión a Putin, en el problema de Ucrania, de importantes bazas negociadoras antes de sentarse a la mesa es sorprendente y sólo parcialmente explicable por su egolatría («yo solucioné el problema en dos meses»), su fascinación por los autócratas (olvida que Putin es el criminal agresor y que está acusado por el Tribunal Internacional de haber secuestrado a 20,000 niños ucranianos) y su ansia por concentrarse en temas como la reducción del déficit, la inmigración o la amenaza del Indo-Pacífico.
Quiere pasar a la historia como el hombre que volvió a Estados Unidos del revés. Es dudoso que lo consiga pero sí puede ser, como lo calificó Le Monde, un «sepulturero del orden liberal internacional» que da poca importancia a las alianzas y al que le importa un pimiento promover la democracia en el mundo.
Sus defensores dirán que sus remotos predecesores demócratas y republicanos que crearon la OTAN nunca pensaron que la presencia americana en Europa sería permanente (en 1949 el Secretario de Estado Acheson dijo categórica e indignadamente que «no lo sería») pero los dirigentes europeos, que estos días padecen dispepsia al oír a los apóstoles trumpianos -ya hablan de «traición» de Trump-, no pueden llamarse a engaño. El inquietante americano lo había pregonado. Los europeos, sin embargo, y nosotros, como sabe Trump, con Sánchez a la cabeza, no han querido nunca hacer la incómoda pedagogía de decir al votante que el estado de bienestar implica también gastar mucho más en defensa.
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