Es inevitable no hablar en esta tribuna de la reciente muerte del Papa Francisco, de su figura y de su legado. Para los que somos ... católicos practicantes, ha muerto el Vicario de Cristo en la tierra.
Como Sumo Pontífice, el Papa ejerce la función de guiar a más de 1.400 millones de católicos en todo el mundo, con la misión de custodiar la fe, interpretar el Evangelio y velar por la unidad de la Iglesia. Pero a nadie se le escapa que la figura del Papa, como sucesor de San Pedro, encarna un importante poder, tanto espiritual como político; destacando la carga simbólica de su figura. El Papa es jefe del Estado del Vaticano, Obispo de Roma y Sumo Pontífice de la Iglesia Universal.
Cuando Jesucristo creó la Iglesia, le entregó las llaves del Reino de los Cielos a Pedro; y le concedió la condición de ser el pastor de su rebaño, con la misión de guiar a todos sus fieles.
La fe no se puede imponer pero tampoco se puede esconder o arrinconar al ámbito privado
Esta sucesión de personas, desde San Pedro hasta el Papa Francisco, se ha transmitido durante veintiún siglos en la persona del Santo Padre. No en vano, la Iglesia Católica es la institución más antigua del mundo; y como toda institución, está sujeta a tensiones, cambios y transformaciones, pero perdura y continúa con su labor de evangelización, guía moral y espiritual, así como un actor importante en el mapa geopolítico.
Fueron muchas las ocasiones en las que el Papa Francisco habló de un «contexto de cambio de época y nuevos retos», de una «metamorfosis no sólo cultural sino también antropológica»; y lo hizo de forma clara, directa, pedagógica, con ejemplos cotidianos para que todos entendieran su mensaje.
Como apuntó el catedrático José Francisco Serrano Oceja, «este cambio de época que proclamó el Papa, donde lo antiguo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer, está produciendo implicaciones importantes y nuevas en todos los ámbitos de la vida que están impactando profundamente en el ser humano».
Desde la cercanía y humildad, el Papa Francisco abogó por una Iglesia abierta, capaz de salir del propio ecosistema vaticano, para volver a conectar con la base. Dar mayor participación a los excluidos, a los fieles, a los creyentes y afrontar con valentía los problemas internos de la Iglesia, poniendo el foco en recuperar la credibilidad de la institución y en denunciar los abusos sexuales, siguiendo el camino emprendido por su predecesor el Papa Benedicto XVI. Porque como afirmó el Papa Francisco, «la Iglesia no es una institución humana más que opina y se arroga facultades y honores, sino la servidora de todos con obras y con la Palabra, los de adentro y los de fuera».
De todas las imágenes del pontificado del Papa Francisco que durante estos días han inundado las televisiones, me quedo con la que pudimos ver el 27 de marzo de 2020. En plena pandemia, el Santo Padre rezó solo por todos nosotros en una plaza de San Pedro completamente vacía. La imagen del Papa bajo la lluvia, rezando y pidiendo el fin del Covid 19, fue todo un símbolo de esperanza en medio de la incertidumbre y miedo que asolaba al mundo entero.
Y esta imagen me recordó otra también muy icónica; la que tuvo lugar el 2 de junio de 1979 en la plaza de la Victoria de Varsovia, donde otro gran Papa, San Juan Pablo II, pronunció ante un millón de polacos su célebre homilía que cambiaría la historia no solo de Polonia sino de Occidente. Supuso el inicio de un cambio histórico y trascendental que condujo a la caída del régimen comunista opresor, a la llegada de la democracia y de la libertad a Polonia y a la caída del Muro de Berlín.
«No tengáis miedo. Vosotros sois católicos. Vosotros sois polacos. Vosotros sois jóvenes. El futuro os pertenece». Y en ese preciso instante, el pueblo polaco entendió que no estaba solo en su camino hacia la libertad y la democracia.
Con estas palabras ante la Cruz, símbolo del cristianismo, tanto el Papa San Juan Pablo II como el Papa Francisco, en su rezo en la plaza de San Pedro, enviaron un potente mensaje de esperanza al mundo entero. La Cruz como poder de transformación y como símbolo de vida y esperanza de quien murió en ella por nuestra salvación.
Es verdad que la fe no se puede imponer; pero no es menos cierto que tampoco se puede esconder o arrinconar al ámbito privado como pretenden algunos. La fe es liturgia, cultura y rituales, que atraen a creyentes y no creyentes, como estamos viendo estos días; pero sobre todo y ante todo, es mensaje de esperanza y salvación, de libertad, de defensa de la dignidad humana que es inviolable y de la vida, de igualdad, de amor al prójimo, de defensa y búsqueda del bien común, de perdón y de reconciliación.
Finalizo con unas palabras del propio Papa Francisco: «Hay mucha gente sin voz, muchos excluidos no sólo socialmente, sino también aquellos que han perdido la capacidad de soñar. Es esencial construir una red para soñar juntos y no perder esta capacidad».
El 29 de octubre, muchos valencianos perdieron esa capacidad de soñar. Ojalá la política sea capaz de volver a construir esa red que nos devuelva la capacidad de soñar.
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.