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Los primeros en la paz y en los corazones de los ciudadanos

La Transición culminó en la Constitución que, como tantas veces le he escuchado decir a Cayetana Álvarez de Toledo, es «la respuesta más equilibrada, justa y fértil jamás dada al principal problema español: cómo vivir juntos los distintos»

ISABEL BONIG

Sábado, 1 de febrero 2025, 23:45

Esta semana asistí a un interesante coloquio organizado por la Fundación Neos que dirige mi querido amigo Jaime Mayor Oreja, cuyo título, 'Hijos de la Transición. La verdad frente a un relato de ruptura', fue todo un homenaje a la Transición española.

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En el mismo se reivindicó el valor político de la Transición. Y se pidió una militancia cívica para defender y reivindicar, sin complejos, su legado: la España de la libertad, del progreso y de la concordia, frente a la España de los muros.

Como dijo uno de los ponentes, «enaltecer el espíritu de la Transición no es una exigencia con la historia, si no con el futuro».

Leopoldo Calvo-Sotelo, hijo del expresidente del Gobierno, para ensalzar la figura de Adolfo Suárez, trajo a colación el elogio fúnebre que el Congreso de los Estados Unidos dedicó al que fuera el primer presidente americano, George Washington, con motivo de su fallecimiento en 1799: «El primero en la guerra, el primero en la paz y el primero en el corazón de sus compatriotas».

Con este elogio se expresaba el sentir del pueblo norteamericano de la época, que nadie como George Washington, podía haber realizado la triple misión de ganar la guerra de la Independencia, sentar las bases políticas de los Estados Unidos y convertirse en un símbolo de la nueva nación para todos sus conciudadanos.

En el citado acto se habló de la moderación y del consenso como ejes fundamentales de la Transición. Se describió una época de la historia de nuestro país que se caracterizó, entre otras cosas, por la existencia de una clase política de distintas ideologías, pero con rasgos comunes. Todos reconocieron el derecho de su adversario a ser escuchado, su condición de contrincante político, pero nunca de enemigo; todos aportaron a la política curriculum, formación acreditada y contrastada, experiencia profesional y vida fuera de la política.

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Una generación de hombres y mujeres inteligentes, brillantes intelectualmente, que supieron rodearse de los mejores, con un claro proyecto político para España y para el conjunto de españoles, que ejecutaron con valentía, prudencia, carisma, astucia, convicción y coraje. Este proyecto político no estuvo exento de dificultades, pero como manifestó Leopoldo Calvo-Sotelo, «estaba impregnado de un profundo deseo de acertar, de no repetir los errores del pasado y de no hacer nada que defraudará a los españoles».

La Transición culminó en la Constitución española de 1978 que, como tantas veces le he escuchado decir a Cayetana Álvarez de Toledo, es «la respuesta más equilibrada, justa y fértil jamás dada al principal problema español: cómo vivir juntos los distintos». O como la definió Alfonso Guerra: «es un acta de paz que evita el cainismo». Si me permite el lector, la vigente Constitución es la respuesta a «la paz, piedad y perdón, el mensaje que la patria eterna dice a sus hijos» que proclamó Azaña. Es la respuesta de esperanza, concordia y futuro frente al pesimismo de los versos de Lorca: «Españolito que vienes al mundo te guarde Dios. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón».

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Y entre otras ideas y reflexiones, pensé si en la época en la que nos ha tocado vivir podría aplicarse alguno de estos elogios a la política actual.

Debe saber el lector que ni pretendo ni comparto la crítica generalizada a los políticos. Yo he sido política y no me avergüenzo, ni me arrepiento. La clase política es en parte, reflejo de la sociedad y cualquier generalización siempre conlleva injusticias y la invisibilidad de todos aquellos que sí sienten una fuerte vocación de servicio público. Pero la clase política tienen un plus de responsabilidad. La política y los políticos son valiosos en la medida que son útiles para resolver los problemas de los ciudadanos.

Se acaban de cumplir tres meses de la tragedia que recientemente azotó nuestra tierra y cuyos efectos, desgraciadamente, perdurarán durante mucho tiempo. Un hecho que ha puesto de manifiesto muchas virtudes, pero también algunas carencias de la política actual.

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La solidaridad del pueblo español, la entrega y compromiso de la juventud y la resiliencia del pueblo valenciano, han sido una de las lecciones más importantes que podemos extraer de este desastre natural. Pero también se ha evidenciado la necesidad de reformar la Administración Pública para poder dotarla de mayor flexibilidad y ofrecer respuestas más ágiles ante catástrofes de esta naturaleza; así como la importancia de la coordinación entre las diferentes Administraciones para responder de forma rápida y de la buena gestión y dirección pública y política.

Hemos podido comprobar como el tacticismo electoral se ha apoderado del tablero político; como se ha librado y se libra una batalla política y mediática para construir, imponer y ganar el relato ante la opinión pública. Cuando lo cierto es que el foco debería estar permanentemente en las necesidades de los afectados y en la resolución de sus problemas. En definitiva y retomando el elogio fúnebre de George Washington, hemos visto a algunos políticos ser los primeros en la guerra, pero todavía no los hemos visto ser los primeros en la paz y en los corazones de quienes lo han perdido todo.

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La democracia exige vigilancia continua, un activismo militante por parte de todos para recordar sus bondades y lo mucho que ha costado conseguirlas, con el fin de impedir que la chispa estalle en llamas consumiéndolo todo en lugar de seguir alumbrando el camino.

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