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HELENA HERTZ
Análisis

Un buen panquemado histórico

En España no ha habido consenso, desde la política, ni para 'unificar' el siglo XX ni para ordenarlo, mucho menos el XIX: o autoflagelación o reconstrucción acrítica

Miércoles, 10 de abril 2024, 23:55

Dado que la historia no es sino un apéndice de la política, quizás la más elevada, a los gobernantes les entra un furor achispado por modificarla según sus intereses, emociones o ideologías. Es llegar al poder y, zas, ponerse a reinterpretar la historia. Así fue, así es y así será mientras la IA y el señor Musk no digan lo contrario. Según la sentencia weberiana, hay que pedir lo imposible para conseguir lo posible. De modo que, en general, los políticos tienden a formular relecturas de la Historia más inmediata, aunque es verdad que esta modalidad de «producto de proximidad», como las hortalizas de la huerta cercana, la suelen practicar aquellos gobernantes menores, los más comunes o anodinos: los que no fabulan lo suficiente o los que no encuentran muy a mano al «sujeto histórico de cambio» . Los otros, los gobernantes de altas miras y de épicas contrastadas, no se detienen en esas atmósferas de 'pequeñeces' sino que afrontan revisiones de la historia total, e igual alcanzan el medioevo que las épocas esclavistas. En España no ha habido consenso, desde la política, ni para 'unificar' el siglo XX ni para ordenarlo, mucho menos el XIX: o ha existido autoflagelación o una reconstrucción que ha omitido el discurso crítico.

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Así que cada partido político, por así decir, ha resucitado a su antiguo intelectual orgánico -perdido en alguna salita polvorienta de los años 70- y ha organizado su propia interpretación de la Historia. En la Transición no hubo acuerdo acerca de ese particular, ni una conciencia colectiva que lo impulsara: los conciertos políticos trataron sobre todo de adecuar el presente para neutralizar los líos, que eran muchos, y la lectura de la Historia desde el poder se congeló, aunque hubo voluntad de conveniar algún común denominador que detuviera los muy probables disparates posteriores. Felipe apenas la manoseó después, a la historia inmediata, pero aterrizó Aznar y destaponó el asunto, y Zapatero acabó por destriparlo. Zapatero no llegó a la Edad Media (ni a los cristianos viejos o nuevos), ni por supuesto alcanzó a reinterpretar las épocas románticas en las que surgieron los nacionalismos. Se quedó en el siglo XX. De Rajoy, ni hablemos. El que extendió la fiscalización de la historia hasta el paleolítico, y la estrujó y la enmadejó para sus propósitos, que eran los de transformar la conciencia nacional, fue Franco, como sabe todo el mundo, incluido el general Perón, que hacía bromas al respecto. Nosotros, los chicos del florido pensil, acabamos aceptando la evidencia de la silenciosa e indiscutible crisis del saber amparada en la erupción de un situacionismo programado bajo el palio del nacionalcatolicismo.

Por supuesto, esta autonomía de nuestros pecados, ya no es que se escriba o reescriba la historia, sino que cada vez que hay un cambio de color político muda la gramática, que es peor. Asciende el PPCV al Palau y recomienda a la Acadèmia palabras en valenciano, digamos que más pegadas a los usos populares. ¿Alguien puede concebir que Rajoy, Aznar, Zapatero o Sánchez le digan a la RAE cómo ha de manejar el castellano? El PPCV pidió a la AVL, al entrar en el Consell, hace unos meses, que primase otros criterios lingüísticos. No otros usos, que es diferente. En 2003, siendo consejero de Cultura Esteban González Pons se fundó el Decálogo de Ares, que después no cristalizó: una verdadera inmersión lingüística que ensanchaba los usos del valenciano hasta el punto en que bullía la perplejidad en cierta parte del PPCV, la más antigua. Un año más tarde, el conseller Font de Mora, poeta de la palabra y del pincel, entró sin caballo en un pleno de la AVL y casi suspende, comunicado en mano, el pacto lingüístico al que habían llegado las fuerzas políticas valencianas años antes. Gobernaba Camps. Que uno sepa, lo que hizo el conseller Marzà en 2015 fue reafirmar la autoridad de la AVL y ampliar los usos del valenciano, a la manera de Ares, sin entrar en ortografías. O sea, que comparado con nuestra cuestión lingüística, tan 'nostrada', lla revisión de la historia cercana es un coser y cantar.

Pero el caso es legislar sobre la historia. O modificar el relato histórico. Al Botànic, dicho sea de paso, apenas le importó el asunto como motor ideológico. El PSPV le dejó esa área a Compromís (Vicent Flor, por ejemplo, en el Magnànim), que tampoco irradió excesivas manías: las normales. O no tuvo tiempo de municionarlas. El socialismo valenciano de 1983 a 1995 sí que orientó la memoria, editó y alimentó centenares de estudios académicos sobre todas las épocas de la historia valenciana (a través de la IVEI) e instauró nuevas lecturas en su enlace de restitución del republicanismo. Ahora el PPCV y VOX impulsan una ley de Concordia que 'contrarresta' la ley de Memoria Histórica de ZP (2007) o la ley de Memoria Democrática del Botànic (2017) o la de Sánchez (2020) bajo un nuevo signo y no sé si bajo una nueva finalidad. El inventario de necesidades para recomponer esa narrativa por parte del PPCV, más allá de las innumerables combinaciones de mortificación que ha de padecer con Vox, resulta indescifrable. Si se trata de reconocer a las víctimas de la violencia social, terrorista, política o las que han sufrido persecución ideológica o religiosa desde 1931 hasta nuestros días, como al parecer desea Vox y acepta con docilidad el PPCV, el intento de incorporar a la II República en el catálogo de barbaries -además de las cometidas por ETA en la España democrática- no es muy propio de los defensores de las sociedades abiertas, donde residen nuestras autoridades actuales. El inevitable derrumbe de la razón política al incluir en la nómina de atrocidades a la II República en lugar de fijar los inicios en la Guerra Civil -y enlazarlos con la España posTransición- no forma parte del cupo de las homologaciones formales democráticas, e interfiere incluso en las geometrías euclidianas. Digo lo de las geometrías lógicas porque, ¿cómo ingresar en el relato de las 'violencias' o 'persecuciones' la etapa de la II República y descartar las atrocidades cometidas bajo la dictadura de Primo de Rivera de 1923, que suspendió la Constitución de 1876, por centrarnos en el siglo XX? ¿O cómo incorporar violencias y persecuciones religiosas y dejar fuera los horrores inquisitoriales, las brutalidades contra los moriscos o a los 300 franceses asesinados en Valencia en la noche del 5 de junio de 1808? La vigente ley especifica que la Constitución se fundamentó en un amplio compromiso social y político para la superación de las heridas sufridas durante la guerra civil y la dictadura. Y parece razonable establecer el corte en el 36 y no en el II República. ¿O es que hemos de meter en el mismo saco la República de Weimar y la dictadura nazi? No estaría de más que los periodos constitucionales quedaran al margen de la nueva 'ojeada' histórica, no solo el de la II República, sino los del ochocientos (45, 68, 76). La Guerra Civil no fue sino el último espasmo del XIX, que transcurrió entre baños de sangre, fusilamientos, ejecuciones, horcas, Pronunciamientos y guerras carlistas, sólo hay que repasar a Valle o Galdós. El 36 fue el último y gran Pronunciamiento del XIX y el mayor estallido de violencia. Si se trata de reconocer a las víctimas de la violencia o condenar las persecuciones religiosas e ideológicas más allá de la Guerra Civil tienen faena: la historia de aquí -de aquí y de allá- es un muestrario sanguinolento. Pueden catalogar hechos y víctimas hasta el dia del Juicio Final. (Mucho mejor fantasear con la época medieval, y las identidades y los fantasmas catalanes resucitados, que son un filón por estas geografías, Jaime I y todo eso, y nos divierten, y así deglutimos un buen panquemado histórico, pero seguro que José María Llanos lo sabe).

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