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Valencia ya no es Valencia, se quejan ciertos melancólicos, que son legión ya. O Valencia no es la Valencia que conocíamos, insisten con musculosa perseverancia. ¿Pero acaso no dirían lo mismo los indígenas de principios del XX al ver multiplicarse los andamios en la plaza del ayuntamiento, o los habitantes del XIX al contemplar la demolición de las murallas, o los coetáneos del XVII que describía mossén Porcar en su dietario famoso, cuando el Turia se helaba y había impuestos sobre la nieve? ¿Qué es entonces lo que nos angustia ahora? Las callejuelas laberínticas cayeron para delinear la plaza de Zaragoza, los conventos de Santa Tecla o San Cristóbal fueron derribados para abrir la calle La Paz, la Valencia modernista/casticista de Goerlich y compañía se levantó sobre los comercios 'tradicionales' y los patios de vecindad, y esa enérgica transformación de la fisonomía de Valencia apenas afligió al vecindario. Al contrario, la transfiguración se saludaba al igual que se saludaba el progreso. El personal cambiaba, las clases ascendían o declinaban, pero dentro de una cierta permanencia, bajo un cierto estatismo. Mutaba el entorno, la epidermis. Ahora muta el personal -las masas fugaces que pasean Valencia- y en una aceleración desbocada. La velocidad del cambio es lo que da vértigo. La ciudad decimonónica, la novecentista, poseía límites -no hablemos de la ciudad de mossen porcar, encerrada en sí misma-, y esos límites marcaban la vida cotidiana. Hoy es la brusquedad del cambio lo que provoca desasosiego. ¿Podría ser de otra manera? La ciudad se orienta hacia el producto de masas: hacia un escenario más o menos bello y entretenido. Está a punto de constituirse en una representación de sí misma. La observa el turista, y la observa con otros ojos a los nuestros: como un objeto. Su mirada también la adaptamos los indígenas, porque influye en la nuestra, y adecuamos la ciudad a sus deseos. Adiós a la ciudad clásica, bienvenidos a la ciudad globalizada (que no global, eso es otra historia). Saludemos el espectáculo.
Las dinámicas sociales que ponemos en marcha cobran vida propia y emergen fuera de control, sostenía Marx. Creamos algo y ese 'algo' dinamita nuestros propios destinos. Un poco a lo Frankenstein. Los centros históricos de las ciudades han modificado su naturaleza, y por tanto su piel. Comentaba Eduardo Mendoza que cuando baja de su casa y sale a pasear por Barcelona tiene la sensación de sentirse como un indio en una reserva. Tras la revolución turística, los barceloneses tal vez salgan a las aceras vestidos con trajes folclóricos a pasar la bandeja: formarán parte de la atracción. En Venecia ya se paga cinco euros por visitarla. En Kioto han prohibido transitar por las callejuelas 'históricas', donde todavía queda alguna geisha en desuso. Las ciudades toman medidas. Un día de la semana pasada, hacia mediodía, era imposible entrar en el Mercado Central de Valencia. ¿Su futuro será el de una masa museística? Cuando el Palleter lanzó su grito, la cotorra del Mercat, allá en lo alto, aún no había sido concebida. Desde hace un siglo, lo ha contemplado todo: ahora divisa masas turísticas comiéndose un helado en pantalón corto en las terrazas de los bares o grupos de jóvenes foráneos celebrando una despedida de soltero. Ojo, no se trata de balancearse en la melancolía, ni de afligirse ante un sentimiento de pérdida. Tal vez el fenómeno se aproxime más a eso que se denomina la «destrucción creativa». En cualquier caso, la desorientación del personal es objetiva. Los últimos años de Rita, y todo el periodo del Rialto, fueron arrollados por esa metamorfosis. Al igual que al vecindario, a ellos también les desconcertó el seísmo: Valencia no es París, ni Roma, ciudades que hasta el momento -¡hasta el momento!- no han quebrado su naturaleza, pues se diría que son refractarias a que las masas penetren en su organismo. Barberá, el Botànic, ¿adoptaron medidas correctoras? Soy lego en la materia, pero, ¿está permitido alquilar pisos turísticos en edificios residenciales de vecinos, para que éstos, habitantes perplejos entregados a una antigua biografía colectiva, no huyan despavoridos o generen núcleos activos de turismofobia? La alcaldesa Catalá ha anunciado una moratoria de un año para los apartamentos y un cierre a las ciudades flotantes en forma de megacruceros. El otro día se clausuró un albergue con música largos años denunciado. ¿Y no se empieza por ahí a construir la Ciudad Verde? Lo diré de otra manera. ¿Es compatible la Ciudad Verde con la desigualdad creciente entre el mundo doméstico y habitable y la supremacía masiva y pasajera que llega del exterior?
Frente al temblor tectónico, que volatiliza la identificación con la ciudad o la convierte en un mercancía, la Ciudad Verde no va de plantar arbolitos y engalanar las calles con florecillas. La Ciudad Verde apenas tiene que ver con la función clorofílica. La Ciudad Verde trata, sobre todo, de lo que no es verde. Trata del bienestar ciudadano. Más allá de la racionalización de los residuos, las energías, el transporte, el consumo de agua, el impacto ambiental, la Ciudad Verde aspira a convertir al ciudadano en la única medida de la ciudad. Propone eliminar los miedos y los escenarios hostiles, ambiciona fundar un nuevo orden en el que lo deseable venza sobre lo detestable, olvidando el resplandor de las nostalgias puesto que la ciudad nunca será ya lo que fue ni será ya un precipitado de antiguos sueños. De lo que trata la Ciudad Verde es de generar una conciencia de ciudad, de revitalizar los anclajes con la modernidad, condicionando, por tanto, el desmoronamiento que imponen las inercias de los fenómenos masivos e impugnando la autocomplacencia del mundo existente. Trata, precisamente, de emanciparse de las corrientes que la abocan hacia la ciudad-escaparate. Busca independizarse de la estandarización. Exige apropiarse de su futuro, de intervenir en él y sujetarlo. Reclama constreñir la «mano invisible» que lleva a la homogeneización y al riesgo de convertir Valencia en un sedimento calcado de muchas ciudades, despojada del sentimentalismo que ordena toda ciudad. Para construir la Ciudad Verde hay que robarle la propia ciudad a las masas, como Prometeo robó el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres. Y hay que reafirmar su identidad para compartirla con el foráneo sin añoranzas paralizantes. Nos queda la esperanza -y la política- para negarnos a contemplar, dentro de unos años, la ciudad baldía, la no ciudad: la ciudad decorativa bajo un tracatraca de maletas.
La Ciudad Verde, ha quedado dicho, sólo posee un objetivo, y no es menor. Entre la memoria y el deseo, lucha contra la propia desnaturalización y propone reivindicar un futuro compartido pero a su vez liberado del yugo de los torbellinos del aluvión que ofrece la globalización inagotable. Un futuro alejado de la ciudad alienada y subcultural. Y crítico con la uniformidad prepotente. Nada de esto tiene que ver con el universo vegetal, sino con la ciudad del bienestar, de la tranquilidad y la convivencia (que es lo más verde que hay). El desafío es enorme, y a la alcaldesa Catalá le ha tocado lidiar con el propósito, que parece inexorable, de este tiempo. Un tiempo en que la ciudad libra una gigantesca batalla ante la ofensiva de la falsificación de la ciudad. La herencia recibida es volcánica.
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