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Consellers y zonas 'ademocráticas'

Cuando todo fluye de forma ordinaria, apenas se perciben los defectos o carencias. En esos periodos solo hay que rezar para que no destrocen lo que viene funcionando bien

Domingo, 24 de noviembre 2024, 00:02

Ser conseller no es cualquier cosa, aunque el cargo esté bastante devaluado. Desde que la facultad de Económicas, y alguna más, se esparció por los gobiernos de Lerma, la nómina de consellers/as ha disminuido muchos puntos profesorales. Lo cual no quiere decir que un especialista en la historia económica de la época de las Germanias o un erudito en la transición del feudalismo al capitalismo en el entorno de Alcoi sea un príncipe de la gestión en el área de las Obras Públicas o de Educación. No. Pero a poco que se elija bien, entre el catálogo académico, se puede armonizar sin grandes quebrantos los estudios del individuo en cuestión con la gestión práctica del día a día, de modo que la acción política posea al menos un grado de conocimiento teórico detrás. Algo tenía a favor aquella congregación universitaria: indocumentados no eran. Después ha habido de todo, como en botica, aunque la 'botica' haya estado cargada de menor masa académica. Hubo consellers de Cultura que no sabían quién era Julio González, ni Josep Renau, ni Gregorio Mayans, y acertaban a intuir que Cavanilles era un señor importante de algún siglo pasado nacido por la zona. Sé de uno, que pastoreaba el área de Medio Ambiente, que apenas conocía la existencia del samaruc, le sonaba a chino que el golfo de Valencia fuera una llanura aluvial -porque ignoraba los estudios de Rosselló- y pensaba que la Murta era un pasodoble de Salvador Giner. Hasta que un profesor de griego, Rafael Climent, no se hizo cargo de la cartera de Economía, el verdadero mestizaje entre materias y cargos ajenos a la materia no devino en emblema (aunque es cierto que las Humanidades deberían cubrirlo todo). Han pasado muchos, muchísimos consellers desde que se concibió el Estatut de Autonomía, y la mayoría han discurrido sin mayor pena ni gloria. Había, de vez en cuando, algún episodio anómalo que rompía la general placidez. Si un aprendiz de conseller incurría en algún agravio, o en alguna insubordinación, hacia algún influyente órgano mediático, lo normal es que acabara en la calle. Era una pequeña anormalidad entre una inmensa normalidad. No digo que no hubiera lances explosivos a lo largo de la historia democrática valenciana -la pantanada, la reconversión de Sagunt, la quiebra bancaria, la pandemia...-, pero las ferocidades no pasaban de una antropofagia doméstica. Un minúsculo paréntesis entre la refulgente normalidad.

Cuando todo fluye de forma ordinaria, apenas se perciben los defectos o carencias. En esos periodos de largueza solo hay que rezar para que el conseller de turno no destroce lo que viene funcionando bien, dado que cada conseller tiene la necesidad orgánica de dejar su sello o cambiar algo de su antecesor: de poner su firma en la Historia. En ocasiones es una 'firma' tan sólo ideológica, con lo cual sucede a menudo que la idea y la 'praxis' se autorechazan. La idea va por un lado, omnipotente, y las necesidades ciudadanas por otra. Aún así, como no existe la constatación de una derrota, la pulsión de la normalidad lo invade todo. El problema surge cuando el mundo se desordena y se desencadena una crisis apocalíptica. Cuando los puntos cardinales ya no se encuentran donde se hallaban y el vértigo ante una catástrofe social hace florecer las profundas debilidades. Es entonces cuando se ven las deficiencias y las ineficacias, y se adivina que el responsable del departamento es un extraño en su propio departamento, o no posee dotes comunicativas para mitigar la fuerza erosiva mediática, o subestima a los técnicos, y sus respuestas ante el lance fatal no son válidas. Si el político domina el área que dirige porque forma parte de su especialidad o tiene experiencia para desenvolverse en el magma público, es probable que las posibilidades de fracasar se reduzcan. Aunque ese 'prototipo' también suele fallar. Y muy a menudo.

Dicho lo cual, habrá que subrayar enseguida que las crisis devastadoras -la surgida el 29-O- son zonas 'ademocráticas', porque el vacío existencial que provocan inspira una ruptura de la política ordinaria y una quiebra del consenso referencial que la hace posible. Las palabras del jefe de la UME, desde el ejército, lo dejan entrever: «Nos anticipamos a las órdenes oficiales para salvar vidas», y el Consell acaba de nombrar a un general como vicepresidente para dirigir la reconstrucción, una aventura del todo insólita: el propio Gans Pampols ha dicho que no aceptará directrices políticas que afecten a la reconstrucción. En una crisis severa las 'reglas' y 'protocolos' de la normalidad política estallan (más allá de las excepciones que contempla la Constitución), y hay un vínculo muy estrecho entre las fuerzas que activan un posible deterioro democrático -dada la sensación de ineficacia o impotencia de la política- y la devastación. De ahí que la colisión entre los poderes administrativos -lo que viene sucediendo estos días- sea como una pelea de calvos por un peine: sería esperpéntico si no contemplaramos la tragedia de miles de personas que han perdido vidas y hogares. La 'zona ademocrática' no permite discutir sobre dominios administrativos, ni sobre centralización o descentralización, ni sobre hegemonías políticas, sino sobre cuestiones esenciales, como advierte el geógrafo Joan Mateu: «No ès posible tornar a la normalitat sense recuperar el lloc, el sentit del lloc, la pertenència al lloc. Diria que es l'inici de la recuperació». Primero hay que reencontrarse con la pertenencia al lugar, con la vida y la supervivencia moral, y eso deja muy lejos las discusiones políticas (no hará falta repetir las palabras maliciosas de la presidenta Ayuso cuestionando algunas diligencias) y margina temporalmente las convenciones mismas de la política, puesto que no hay libertad sin pan. No es improbable que desde esa zona 'ademocrática' el ciudadano se pregunte quién le protege cuando escucha que las presas del Forata y el Buseo estuvieron en peligro, que en el Poyo o en el Carraixet hay planes y más planes sin acometer, que han fallado alarmas y responsabilidades, y que esa frustración acabe arrojándole hacia la zona oscuras, donde le esperan los populismos con los brazos abiertos.

Las crisis devastadoras son zonas 'ademocráticas', inspiran una ruptura de la política ordinariaSi el político domina el área que dirige, es probable que las posibilidades de fracasar se reduzcan

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