Montañas enteras que ocupan la extensión de novecientos campos de fútbol dedicadas a las placas solares. Parece un absurdo en la era de los chips y la miniaturización tecnológica pero son las energías sanas que aprobó -más que aprobar, hizo campaña- el PSPV cuando estaba entre las cumbres del Botànic (Compromís sólo quería, que uno sepa, huertos domésticos solares, algo así como la prolongación del espíritu minifundista, pero no en el campo, sino arriba en los tejados). En realidad, lo que desató el tripartito fomentando esos latifundios dedicados a las energías renovables fue una infección, dicho sea con todos los respetos. Sólo un virus o una bacteria, y de los gordos/as, puede segar la vida de cincuenta mil árboles a la vez, como se pretende hacer en la Calderona (en la Calderona y en tantos otros sitios). ¿Dónde crecerá el orégano? Tal vez la ciencia lo tenga todo bajo control, y el orégano y el mantillo florezcan en lo alto de una placa de silicio. Por el momento, lo que sabemos es que para elaborar energías higiénicas nos hemos de cargar el monte, que es de las pocas cosas saludables que quedan y además absorbe los excesos de CO2, ese gas tan bueno y tan malo a la vez. (Claro que lo mejor no es eso: lo mejor es que un amigo que está en todo me cuenta que tras nacionalizar las ITV, lo primero que quitaron fue la prueba del Co2 a los automóviles, en lo que parece un sarcasmo: cuidemos lo verde, sí, pero cuidemos también nuestras contradicciones). Lo que vengo a decir es que si liquidamos el monte para impulsar las energías renovables convocamos un contrasentido que no resolvería ni Kant. Es decir, que las cuentas ecológicas no salen como muy coherentes (como la eliminación de la prueba del Co2 a los coches, mismamente), y lo que ganamos por un lado lo perdemos por el otro. Uno no está en contra ni de la energía, ni de la electricidad, ni de los huertos solares, ni de la Revolución Industrial, ni del carbón, y ni siquiera de El Buen salvaje, uno no está en contra de nada, excepto de las barbaridades y las desmesuras y de los dobles lenguajes y esas cosas. Porque en una época donde la miniaturización -semiconductores, circuitos integrados como átomos- del mundo tecnológico refulge con tanta intensidad, gestar inmensas extensiones de terreno -verdaderos latifundios solares- para extraer energía del universo parece una pesadilla de Lovecraft. O una pesadilla de cuento infantil: cuando Gulliver emprende el segundo viaje y se topa con seres iguales pero de 22 metros de altura. Qué barbaridad. A ver qué haces.
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Los ecologistas impugnan esas gigantescas áreas de silicio y hacen bien. El problema es que los ecologistas lo tienen claro todo, y van en línea recta, cuando la vida y la historia tienen sus sinuosidades y sus matices y sus renglones quebrados. (Si fuera por algunos ecologistas estaríamos a pan y agua y a cirios en casa, porque ni nucleares, ni molinos de viento, ni huertos solares, ni carbón, ni saltos de agua ni energía ni nada, andaríamos todos dentro de una viñeta de los Picapiedra. Menos mal que hay ecologistas como Dios manda, muy necesarios y muy razonables). Pero ya digo que aquí, en concreto, llevan mucha razón, porque no pueden estar los políticos al lado de la razón ecológica y al mismo tiempo aprobar el arrasamiento del verde de las montañas. ¿Dónde cazaría conejos Miguel Delibes si viviera? ¿Entre las placas de silicio?
Dentro de nada, la leyenda de España, esa de que una ardilla podía ir saltando de árbol en árbol desde el Estrecho a los Pirineos, será verdad, al fin, pero saltará de placa de silicio en placa de silicio, un mapa muy de ciencia ficción que cuenta con el beneplácito de la clase política anterior (y no sé si de la posterior). Son los enigmas inexpugnables del Botànic que ahora los asumirá el PPCV, esperemos que con menos entusiasmo. ¿No es posible generar otra clase de energía que respete el orden natural pero sin destrozar el orden natural? En fin, no sé. Hay que considerar que la ley de la entropía (el universo tiende al desorden) también afecta a los gobiernos, como no podría ser de otra manera, y en este asunto especial al socialismo. (La vida humana es una constante lucha contra la entropía: morimos porque nuestras células tienden al caos, como tiende el universo, y al igual, ya digo, que los políticos, cuyas decisiones no escapan a la segunda ley de la termodinámica. Y en ese sistema físico hay que inscribir las manías de los dirigentes medios, porque cada uno tiene la suya, y una de las grandes responsabilidades de los líderes -para eso son líderes- es, además de animar grandes proyectos, frenar los caprichos, arbitrariedades o antojos de sus subordinados para evitar que se dé un océano de manías al mismo tiempo y en consecuencia domine el desconcierto, pues los gobiernos se componen de personas y no de algoritmos, al menos por el momento). Otra cosa que en este mundo de Dios cuando se crea el principio, se crea el modelo a seguir, y entonces ancha es Castilla: todo vale. No hay medias tintas. Ni gama de grises. Por ejemplo, si aceptamos las energías renovables, ya podemos amputar media naturaleza bajo nuestros pies o cargarnos la fauna entera pajaril que estaremos bendecidos. Ese criterio triunfará sobre toda objeción. Si infundimos el espíritu ciclista en las consciencias ciudadanas, ya está permitido arrollar al peatón o acosarle dado que la razón está de nuestra parte. Antes se llamaba la ideología dominante. Ahora no sé. Creado el principio, creado el terror. (Tras firmar la monarquía el decreto que dio lugar a la limpieza de sangre, los musulmanes o judíos cristianizados, los llamados cristianos nuevos, aún habían de colgar un trozo de cerdo de las fachadas de sus casas para salvarse de las atrocidades vecinales. La orgía de sangre y persecución la desató la firma de la ley, menos mal que hoy los políticos no son como el cardenal Cisneros).
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