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JOHN MARK ARNOLD
En marcha hacia la polarización total

En marcha hacia la polarización total

Sabiendo que la evolución de la crispación será malthusiana, habría que quitarle gravedad a las pequeñas cosas de la política al menos

Jueves, 21 de septiembre 2023, 00:09

Hay que alejar la agresividad de la política aunque no corran buenos tiempos para relegar la crispación. ¿Cómo relegarla si el suelo del encaje territorial tiembla de nuevo bajo nuestros pies? El que la idea de España y su articulación en la práctica regrese con el ímpetu con que ha regresado parece confirmar de forma empírica que la ley del eterno retorno no solo existe sino que es una verdad irrefutable. (Nuestro eterno retorno particular es el de la lengua, que viene del mismo árbol identitario y que ahora revive como si el tiempo se hubiera detenido y fuéramos todos figuras de cera). Más aún. La belicosidad ha aumentado desde que Ortega y Laín y toda la 'troupe especializada' en el ser y no ser de España -y en las culpas y los sufrimientos- discutía sobre el encaje español, dado que un elemento reciente ha venido a perturbar y excitar las hispanidades. Es Madrid, claro, como señalaba el otro día Salva Enguix. Madrid se ha convertido en una ideología en sí misma, una capital/nación, lo que Carlos III quiso y nunca tuvo, y es como si hubiera absorbido toda la pulsión central hispánica, toda la historia oficial de España, y liberara los alientos de los Menéndez Pidal y los Maeztu y los Albornoz en un soplo uniformizador y nacionalista volcado hacia todo el reino de don Felipe de Borbón. El que el debate territorial regrese con la virulencia actual, y lo que te rondaré, indica que hay fuerzas de la naturaleza indestructibles, de estricta obediencia. La primera: cuando crees que todo ha acabado, resulta que vuelve a comenzar. La segunda: que el material extinguido regresa manifestándose en otras formas, o bien en las mismas. Tercero: que a diferencia de lo que señala la escolástica oficial y feliz y las historiografías ortodoxas, la Historia no es lineal sino que es cíclica. Desde el ochocientos que en España no se habla de otra cosa, es decir, solo se habla de la articulación de España, o de la idea de España, o del problema de España. El problema sigue ahí, satisfecho y cada vez más alegre, y no hay manera de extinguirlo: hasta la paradoja de Poncairé, que tenía tela, se solucionó antes. Y tiene difícil desenlace porque el 'problema' va cambiando de forma y de esencia, de potencia y de acto. Es la fatalidad histórica de España -cada país tiene la suya-, y de él deriva el pensamiento conservador español. Para darle respuesta, y no dormirlo como otras veces, se precisa de la connivencia o el acuerdo de los dos grandes partidos (al menos para que no acabe la gente peleándose en la calle), bajo enormes dosis de ansiolíticos y de consideración, y no hará falta decir que, por ahora, ni flores. Es decir, que sabiendo que la evolución de la crispación será malthusiana, habría que quitarle gravedad a las pequeñas cosas de la política al menos. Por ejemplo, la mayoría de las pequeñas cosas que se tratan en el Palau de Benicarló (a ver, tampoco sus señorías debaten sobre la naturaleza humana, ni sobre el principio del universo, ni sobre la oxidación de las células que lleva a la muerte, ni sobre la mecánica cuántica ni la energía de fusión, esas cosas quiero decir).

Si yo fuera Rebeca Torró, que no es el caso, me abstendría, por tanto, de aparecer tan enfadada, sobre todo por cualquier pequeñez. Ese proceder, que es bastante generalizado, deriva de los hábitos que trasladan los partidos, cuya organicidad es maléfica, como todas las organicidades. Los partidos lo niegan todo del partido contrario. Es como una gran negativa bíblica. Hay que rechazarlo todo del 'rival' por definición. Si la fuerza antagónica sostuviera que América no existe o que la teoría de la gravitación universal es falsa, la formación opuesta respondería que de eso nada, monada, que es justo todo lo contrario. (El otro día una consellera destituyó a un subsecretario al enterarse de que había sido condenado por violencia de género años atrás, y la oposición, en lugar de aplaudir, lo criticó también). Esa dialéctica abyecta proviene en parte de una falsa patrimonialización de la verdad. Mejor: de que algunos creen poseer la verdad. La duda, entonces, se ausenta de los juicios o de las retóricas, aunque la duda sea el alimento de la tolerancia, como nos enseñó Montaigne. ¿Cómo es posible abanderar la tolerancia sin dudar? El intransigente y el fanático rehuyen la duda. Abjuran de la convención. Y por esos desagües se pierde la credibilidad de la política. La crítica equilibrada cede ante la indignación pomposa, además de aliñarse con mofas y descalificaciones. Mal asunto. ¿O es que un cartel de Se Busca, al estilo del salvaje oeste, contribuye a la construcción de un mundo mejor, más solidario, más feliz, más igualitario o más noble? ¿Y no es eso, en definitiva, a lo que aspira la política? Para suscitar adhesiones o montar carnavales es mejor asistir al teatro, y así al menos contribuimos a engrandecer la cultura, en todas sus manifestaciones. La clase política está -o estaba- para gestionar el progreso social, apuntalar las libertades, elevar los niveles de vida (o no impedir que se eleven), redistribuir los capitales, obrar una administración cómoda, administrar las cosas públicas de la ciudadanía, contribuir al bien común, operar con eficacia y decencia. La oposición tiene su juego: fiscalizar al gobierno, elevar propuestas, corregir errores. El gobierno el suyo. La democracia no es sino un campo de equilibrios.

El terreno, sin embargo, está embarrado y muy polarizado. Y cuando se funda un campo de fuerzas polarizado, la neutralidad ya no es posible en la práctica. O sea, entre el eterno encaje de España sobrevolando el universo político español, que alcanza hoy límites muy inflamados, y las estridencias y cóleras de la minipolítica adscrita al Palau de Benicarló, la polarización arbitraria anda exultante. Unos y otros nos advierten a diario de que el mundo es dual y se divide entre el bien y el mal o la oscuridad y la luz, en dos bloques antagónicos e irreconciliables y que el suyo es el mejor y el del otro una porquería. Esa esquizofrenia provoca crispación en la calle, pero qué más da. Peor sucedía en los años 30. En fin, dado que los partidos viven en un sistema cerrado de pensamiento, la polarización avanza al paso de nuestro himno regional: en machar triunfal. (Uno cree que algunos políticos han acabado imitando a aquel diputado de La Regenta que jugando al ajedrez en el casino quiso que un peón se convirtiera en Reina así como así, y cuando se le dijo que no era posible, que conculcaba las reglas del juego, respondió, «eso es así, y lo hago cuestión personal»).

Cuando se funda un campo de fuerzas polarizado, la neutralidad ya no es posible en la prácticaSi yo fuera Rebeca Torró me abstendría de aparecer tan enfadada por cualquier pequeñez

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