Urgente Un incendio en un bingo desata la alarma en el centro de Valencia

Es del todo perverso analizar los periodos excepcionales como si fueran 'normales'. Si valoramos una época anómala con las mismas lentes que una etapa común -corriente y moliente- lo que estamos es haciendo trampa. Lo sabe cualquier persona con un poco de sentido común. Los políticos también, pero van a su bola. Cualquier cosa sirve, en el cenagal, para desangrar al adversario político. El otro día hizo una reflexión oportuna el presidente Mazón, al preguntarle por el juicio del expresidente Zaplana: no se deben aplicar criterios aleatorios o arbitrarios a la hora de opinar sobre los procesos judiciales, dijo. (Ni sobre los juicios ni sobre los libros ni sobre el clima ni sobre el fútbol, añadiría uno). Y remataba Mazón: cuando le toca al de enfrente sí que se opina y cuando le toca a uno, pues no. Le contestaba, creo, a la delegada Bernabé, que insistía en el argumento/chicle de la lacra reputacional de la CV durante la época en cuestión, una de las narrativas sobre las que ha pivotado el Botànic durante sus ocho años de gobierno: la mirada hacia atrás. Aunque la práctica supere a la teoría, la reflexión de Mazón debería ser de obligado cumplimiento para todas las siglas políticas, incluida la suya, claro. Y aunque sepamos como sabemos que tres de los cuatro presidentes de la Generalitat del PPCV se han sentado en el banquillo. ¿Es así? Qué va. La virtud siempre impregna a los míos y la maldad siempre supura en los otros. La política glorifica así -y últimamente no hace otra cosa- el asunto principal del medioevo: el del bien y el mal.

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El bien, el mal y un circo. El circo lo añado yo porque es el lugar físico donde se desarrolla el drama o la comedia. La política se ha trivializado y apenas traspasa, en ocasiones, las fronteras de los programas del corazón, de modo que novios, esposas, amigos y conocidos en general o en particular son la comidilla de los partidos políticos en el parlamento. Así nos vamos enterando del pisito del uno o de las relaciones más o menos íntimas de la otra, y de los automóviles y las bañeras y los relojes, todo perfumado por un aroma fétido: el que engendra la permamente sospecha para ubicar el mal. O el bien. (En 'La noche del cazador', soberbia y única película de Charles Laughton, Robert Mitchum encarna el mal total, sin justificaciones 'sociales' tontainas, y la anciana frágil que ha de salvar a los niños adopta la forma del bien, pero un bien cargado con un rifle, nada de monsergas. Si sus señorías hacen una excursión programada al cine para ver la obra maestra -un cinco en la Cartelera Turia- seguro que saldrán interrogándose sobre sus convicciones).

El bien y el mal también invade el análisis de la etapa excepcional de la epidemia, la que comenzó en el mes de marzo de 2020. El horror individual y el miedo a lo desconocido formaron un cóctel espantoso, inconcebible para el personal que nació después de la segunda guerra mundial. La última desolación similar que se recuerda sucedió en 1918, con la mal llamada «gripe española», y careció de ese resplandor apocalíptico. Ya no la vivió nadie, la gripe española, a no ser que exista algún especimen oculto por estas riberas que haya alcanzado más de cien años. Lo normal es palmarla antes. En todo caso, si durante el tiempo que duró la pandemia del coronavirus se cometieron irregularidades reproducidas en el código penal -con la compra de mascarillas o con la adquisición de otro material médico-, las instituciones están para investigarlo y llevarlo a los tribunales. Si no se hizo lo debido para evitar muertes, lo mismo. Ahora bien, las instituciones no están, que uno sepa, para convertir la realidad en un lodazal, que es lo que suele suceder en cuanto se activan las comisiones de investigación. Las instituciones están para solucionar problemas y hacernos la vida fácil. Convendría, pues, que no se confundiera la necesaria fiscalización democrática con la guerra perpetua en pos de los votos -lo habitual- y convendría al mismo tiempo aplicar una cierta sensatez en el asunto de la pandemia: no es posible medir una circunstancia anómala, como digo, con los mismos parámetros que una circunstancia habitual (sin que esto quiera decir que se justifique todo), al igual que sería impropio orquestar un discurso con los criterios actuales sobre un tiempo pasado. O aplicar la cosmovisión del mundo de los pigmeos al universo de Wall Street. La moral es una creación sociocultural y cambia según las épocas o la circunstancias (por eso cambian las leyes..). Sólo los necios o los infelices podrían exigirle a la administración de Hiroshima y Nagasaki el mismo comportamiento 'burocrático' antes -cuando resplandecían las flores del cerezo y las calles se llenaban de bicicletas- o después del 5 de agosto de 1945 cuando las bombas atómicas de Truman sembraron el horror y la devastación.

La última desolación similar que se recuerda sucedió en 1918, con la mal llamada «gripe española»La política se ha trivializado y apenas traspasa, en ocasiones, las fronteras de los programas del corazón

-Oiga, funcionario, deme mi cédula de habitabilidad.

Las etapas excepcionales tienen sus propias reglas: se basan en la existencia de un vacío de la 'razón crítica' ordinaria. Cuando asistes al teatro o al cine suspendes el juicio crítico y así sabes pero no sabes que los soldados que salen en 'El Puente sobre el rio Kwai' no son soldados sino actores y que el puente lo ha construido el decorador y que los actores/soldados matan pero no matan con balas de fogueo. Anulamos la conciencia indagadora por unos momentos -o por una temporada- para sumergirnos en otro mundo. ¿La nacionalización de la industria francesa en la postguerra de la mano del general De Gaulle -¡que no era un comunista!- sería posible hoy? Es la época 'excepcional' la que suspende los criterios usuales. El mundo se rige sobre unas convenciones que emanan de un consenso, y cuando éstas se quiebran, la apreciación sobre las nuevas circunstancias no puede permanecer inmutable. Es absurdo pretender que en una epidemia univeral, las reglas de las administraciones -que son convencionales- continúen procediendo como si nada hubiera sucedido. Habrá que recordar que la gente se moría a centenares, que los hospitales estaban saturados y que una ola de pánico cubría calles y casas. Tan absurdo como pretender que durante la peste bubónica que arrasó Florencia en el siglo XIV a la gente se la siguiera enterrando por el procedimiento habitual. Lo cual no lo justifica todo. En absoluto. Si alguien se lucró en esos años extraños de forma abyecta, pues alla él con su conciencia y nosotros aplicando la justicia. Si algo se hizo mal y no se atendió al personal como se debía teniendo los recursos, pues pídanse responsabilidades. Pero no monten otro circo preelectoral, por favor. Andamos saturados.

¿Qué se compraron mascarillas no aptas? Pues supongo. Digo yo que habría que adquirirlas como fuera, no iban a viajar a China o a Corea dos inspectores de sanidad para elegir el modelo apropiado o seleccionar el color más afecto. El mundo necesitaba mascarillas y no interventores, tesoreros o burócratas. ¿Qué resulta que un empresario conocía a un señor en la Cochinchina y acabó aprovechándose del episodio? Pues mal hecho, pero urgía material médico, no dinero -por unos días el dinero fue inútil o estéril-, y la cosa no estaba como para preguntarle al mediador si había hecho la declaración de la renta en forma y condición, si tenía familia numerosa o si sabía hablar valenciano o alguna lengua bereber. No se salvan vidas rellenando formularios y formularios para que los firme el funcionario de turno después del café. Digo yo. Pero, claro, las tragedias se olvidan enseguida (la rutina trivializa lo tremendo) y entonces aparece de nuevo la dicotomía del bien y el mal del medioevo. Todo lo mío, bueno; todo lo del adversario, malo. No hemos salido de la Edad Media.

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