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El saxofonista Kenny Garrett, uno de los platos fuertes del Festival de Jazz de Valencia. EFE

Mejor jazz que sangría y protector solar

València, como ciudad que ha comenzado a penetrar en el circuito de las 'ciudades globales', sufre serios problemas

Viernes, 14 de julio 2023, 23:35

El jazz, en València, soporta una especie de maldición. Bueno, bien mirado, tampoco ha de ser más execrable que la que infecta al cine: a la Mostra de València un mal día se le hizo vudú -aún vivía don Vicente González Lizondo- y desde entonces ... no ha vuelto a levantar cabeza. Ni siquiera ha logrado revivir en un entorno de tinieblas vampíricas. Entre los del segundo escalón, el certamen cinematográfico de València fue uno de los primeros de España de la democracia -veinte años le llevaba al de Málaga- y hasta gozó de algunas crónicas salteadas en Le Monde, que era algo así -salir en el periódico francés- como un sueño para las mentes democráticas de la postransición y para los mimbres virginales del festival en los ochenta. Desapareció de repente, como quien olvida una maleta en una estación de tren -ya muy destrozada y andrajosa, la pobre Mostra- y ocho años de hegemonía de las izquierdas no han conseguido quitarle el polvo de su acolchada tumba (creo que se retomó hace cinco años). Una pena. A los cadáveres, si no molestan mucho, mejor dejarlos en paz. El festival de jazz, en cambio, ha subsistido encadenando etapas y cambios de colores políticos sin interrupciones traumáticas desde mucho antes, pongo por caso, de haber sido concebida la práctica totalidad de la clase política valenciana actual, incluida, claro está, la alcaldesa de València. (No así el anterior alcalde, Joan Ribó, que vivió los albores jazzísticos y que se ha sentado en su fila de butacas, antes y después de cargar con la vara municipal, en múltiples ocasiones). La cita anual del jazz en València (con tilde o sin tilde, a ver si nos ponemos de acuerdo, que parecemos niños, como nos presentó en una ocasión Unamuno, y, mira, oye, de lo poco que acertó el hombre), la cita de jazz, digo, renace cada julio con mucha dignidad, como comprobamos estas mismas tardes/noches. Con más dignidad que presupuesto, para ser precisos y sinceros, y ésa es una de las claves y dilemas de su metabolismo y de su concisa proyección. La Diputación de Valencia lo fecundó y amamantó en el teatro Principal, escenario por el que pasaron los astros del firmamento universal, y desde hace muchos lustros lo custodia el ayuntamiento de València a través del Palau de la Música. Un día primaveral, seguramente bajo algún soplo de calor del impío cambio climático -que es como Petra, sirve para todo-, el hoy diputado, antes presidente de la Diputación y desde la eternidad alcalde de Faura, Toni Gaspar, germinó una idea que era todo un programa renacentista (y que como todos los programas jamás se cumplió). Consistía en unir a las tres instituciones que ordenan nuestras vidas -la Generalitat, la Diputación y el ayuntamiento-, generar una suerte de directorio común, y elevar el festival a la 'champions' del jazz mundial. La idea se perdió en el polvo de las alfombras oficiales, como suele ser común por estas esquinas españolas, pero era muy virtuosa. València, como ciudad que ha comenzado a penetrar en el circuito de las 'ciudades globales' (aún sin el tamaño de las ciudades-nación) sufre serios problemas. Uno de ellos es el del turismo de alpargata, si se me permite la expresión. El benidormense. El de masas. El de sangría, paella de ración y botellón nocturno. Ese turismo sorbe la sangre de las ciudades, las deforma y las mutila. Solo las ciudades que poseen una gran personalidad resisten. París y Roma aguantan. Barcelona, no, o a duras penas. Y esa personalidad que repele los agentes extraños que succionan su alma y refuerza la identidad de las grandes urbes la otorgan tres o cuatro elementos. Uno de ellos es la cultura. Catalá lo sabe porque ha sido consejera del ramo. En València existe un turismo de ópera y poco más. El certamen de bandas de música, que también surge en verano, mantiene su público: el de los municipios del entorno y el de sus respectivas aficiones y afiliaciones. ¿Por qué no elegir el jazz para que fosforezca por ahí fuera e irradie las almas de la cultura por aquí dentro? El pálpito de una ciudad -y su presencia en el mundo- no solo puede ser confiado a los acontecimientos deportivos, Copas América incluidas: tributo de la materia, del músculo y del cuerpo, de la diversión y de las marcas o plusmarcas, de los juegos olímpicos, de los records y velocidades. La pulsión de la ciudad ha de conjurarse también con el espíritu, que es parte de la belleza, de la conciencia y esas cosas tan complicadas, perdurables e intangibles, que están en la base de la búsqueda de alguna certeza. Ya se me entiende: ha de confabularse con la cultura con mayúsculas. Repito. ¿Por qué no el jazz? Desde la esfera privada y sin respaldos institucionales -y con el presupuesto que se puede uno imaginar, escueto y sobrio-, un club como el Jimmy Glass -hay otros, por supuesto- resuena en el universo musical, de EEUU a Suecia. Hay ingredientes, por tanto, para un futuro menú dispuesto ante las amplias mesas de la globalización. Los antiguos distinguían entre lo noble (lo elevado) y lo vulgar. No es difícil conjeturar lo que sucedería si solo potenciaramos lo último. Acentuaríamos el catálogo falaz de nuestras insuficiencias. Por lo menos, disimulémoslas favoreciendo los acontecimientos culturales. Aunque sea con vistas a los 'tours operators' de un posible y lejano turismo ilustrado.

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