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En 1815 estalló una montaña en la isla indonesia de Sumbawa matando a cien mil personas. Fue la mayor explosión volcánica (el volcán Tambora) de los últimos diez mil años, equivalente a 60.000 bombas atómicas del tamaño de la de Hiroshima. La ceniza oscureció los rayos de sol e hizo que se enfriase la Tierra. El pintor Turner, desde Inglaterra, captó las puestas de sol sobre una luz nunca vista. Sus obras dan testimonio. El verano fue frío, no ascendió la temperatura. La primavera no llegó. No crecieron los cultivos. Hubo hambruna en Irlanda. En Londres, la feria se celebró, como acostumbraba en el siglo XIX, un siglo muy gélido, sobre el Támesis helado. (Casi dos siglos llevaba el hemisferio occidental en la denominada Pequeña Edad de Hielo). El Times publicó, siete meses después -¡siete meses después!- de la explosión que cambió el clima de la Tierra, la carta de un comerciante dando la noticia: el mundo «civilizado» se enteró de la catástrofe (de los efectos directos sobre el clima tardaría mucho más en enterarse) por la misiva enviada al Times de un mercader que vivía por aquellas tierras.
Cuando al historiador Eric Hobsbawm le preguntaron cuál era a su juicio el mayor acontecimiento del siglo XX, un siglo corto, relegó las guerras mundiales, ignoró los fascismos, omitió la Revolución de Octubre y postergó la crisis ecónomica del 29 y sus consecuencias dramáticas para el orden mundial. Sin pensarlo mucho, dijo: la revolución de las comunicaciones. En la actualidad, las mutaciones producidas por internet, la IA, la abrumadora presencia de los algoritmos en nuestra vida cotidiana, las lógicas virtuales, la transformación del mundo del trabajo y tantas otras cuestiones devotas de la revolución tecnológica han introducido cambios en el paradigma mundial del que todavía se excluyen maquinalmente algunas izquierdas y algunas derechas que parecen yacer sobre las corrientes de las ideas que conformaron el siglo XIX. Y las ideas -y algún principio que otro, tampoco hay tantos- hay que renovarlas permanentemente: para mejorarlas, depurarlas, modificarlas o transmutarlas. Mandan los avances científicos, y aún más si tienen que ver con el día a día de las dinámicas sociales. ¿Alguien duda aún de la influencia de Newton en la filosofía de Kant? ¿O de la 'contribución' de Einstein y la física cuántica entre los pensadores de la primera mitad del XX, las posmodernidades y sus coletazos actuales? Cada habitante del planeta posee un ordenador en la mano: cuando murió Stendhal no se había inventado el telégrafo, la información viajaba a caballo. Y, sin embargo, la izquierda y la derecha se obstinan en vivificar ideas ya muy escabechadas, sino secas, meros ilusionismos pasados que colisionan contra las fuerzas que dictaminan la realidad callejera. Una de las partes de la geografía política está impregnada por la cuestión central de la concepción clásica y vertical de España - solo existen los nacionalismos periféricos 'como problema'-ignorando la omnipresencia del nacionalismo españolista, que ellos asimilan al 'verdadero' Estado-. La otra parte aún lleva en su mochila, bien a la vista, la sublimación de las nacionalizaciones y la extensión de lo público a cualquier precio, incluido el precio de la ineficacia. Ni siquiera la última versión del Chatgpt y de unos algoritmos que parecen surgidos de la magia provocan el tambaleo de unos pilares palladianos, bellos pero inamovibles. Es el peso de lo inflexible y la fuerza de la mirada acrítica hacia atrás.
El Botànic miró hacia atrás, y con mucha trompetería, cuando izó de nuevo el patrón de las nacionalizaciones. Ejecutó varias. La más dramática, por la profundidad del caos (dejemos la sanitaria por ahora), fue la de las ITV. Se unió en ese aliento una especie de sublevación sobre lo proyectado por Zaplana y el PPCV -aunque la mayoría de las concesiones ya habían cambiado de manos-, una hirviente metabolización ideológica según la cual la administración encarna la porción práctica de la legitimidad soberana y una dialéctica política inmediata que sirvió como insignia de la 'izquierda pura' y representación del desacuerdo con las políticas del PPCV. El resultado de la acrobacia, que no midió el valor de lo efectivo o útil sino el de las abstracciones políticas, es palpable: el personal asiste perplejo a la magnitud del desastre y ha de viajar a Cartagena, Cuenca o Albacete -o a comarcas muy distantes de sus hogares- para pasar la inspección técnica de vehículos ante la amenaza de una multa, y muy gorda, de la Guardia Civil. El incremento de unos 1.200 trabajadores en las nóminas del sector público fue otra secuela del desenlace que engrosa el pasmo. El contribuyente, así, paga la inspección y también las nóminas. La idealización de Papá Estado.
Todo gobierno democrático tiene la obligación de explicar a la ciudadanía qué es lo que sucede, por qué sucede y cuáles son los planes para regenerar las calamidades o enriquecer los aciertos. El otro día, el presidente Mazón cumplió con la fórmula, en buena parte de su discurso/chicle. Los gobiernos democráticos se fundan en la interlocución. No 'crean' oyentes sino interlocutores. El Consell no ha explicado bien el lance automovilístico, que afecta a un muy númeroso grupo de población -el ciudadano ya no sabe qué partido instauró el drama, ni cuáles fueron los 'méritos' en los que se cimentó la desventura- y Compromís/PSOE tampoco han hecho un acto de contrición, admitiendo la autoría del caos y evidenciando su desacierto. Admitir los errores en democracia -están en el origen de su naturaleza- es un acto de grandeza, no de indignidad. Los hemiciclos están para eso, no para arrojar pelotas de trapo a la efigie del adversario. El gobierno, que dispone de mejor información, está más capacitado para ejercer la transparencia y el diálogo constante. La oposición, además de fiscalizar y exponer sus planes alternativos, ha de contener su disposición a erosionar al gobierno por el mero hecho de estar enfrente. Bien. Es como pedir peras al olmo. O como si penetraran en las Corts las legiones de Proudhon o Malatesta, el cielo se hubiera convertido en el infierno y el sentido natural que normaliza los estados de ánimo hubiera huido escaldado. Desde hace ya muchos años, existe una flagrante pérdida de calidad democrática. Quizás sería conveniente, para rebajar esa condición, al parecer inexorable, que sus señorías se aturrullaran menos y se explicaran más: explicaran no solo sus proyectos o intenciones sino por dónde discurren las grandes vías de las transformaciones tecnológicas y económicas que operan hoy en el mundo. Y dónde nos ubicamos. Conocerlas es el primer paso para advertir si las políticas trazadas por el Consell poseen la virtud de adecuarse a las pulsiones dominantes -para lograr mayor riqueza y mayor bienestar social- o, por el contrario, y ese es el tema de la oposición, parten de un esbozo fallido y merecen serios reajustes. ¿No consiste en eso, al fin y al cabo, la política?
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