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Montiel, Puig y Oltra, firmantes del primer Botànic. TXEMA RODRIGUEZ

El nudo perdido del Botànic

Hubo un despiste histórico y no se anudaron bien los territorios liberales perdidos, los de los Villalonga, Peirats, Burguera, Reig, Llombart y compañía, con los encantos socialdemócratas

Jueves, 11 de enero 2024, 00:02

El siglo XX fue muy corto en Europa. Comenzó con la Gran Guerra y acabó con la caída del muro de Berlín y la desintegración de los países del «socialismo real». Nosotros, los valencianos, apenas olfateamos sus contemporaneidades. O las olfateamos a distancia y en una especie de 'coitus interruptus'. El siglo anterior, el XIX, pasó desapercibido para España (en la que se incluye esta tierra mientras no nos digan lo contrario). Nos comimos cien años de historia europea como se come un hombretón un bocadillo de calamares de medio metro. De la derrota de Napoleón (1814) a la Primera Guerra Mundial (1914) Europa pasó del feudalismo a las sociedades tecnificadas. De ir a pie, a caballo o a vela, a viajar en tren, en vapor o en avión. Nunca se habían producido tantos cambios y tan veloces desde que a Lucy se le ocurrió bajar del mítico árbol y caminar hacia la uniforme sabana para convertirse en un homínido/a. Gran parte de nuestros déficits provienen de un ochocientos extraviado en algún lugar de la historia y de una España que hasta los 60 no acogió un buen trozo del instante europeo. Sufrimos todavía esa herencia, aunque pase inadvertida. Si hubiera que reducirla a un plano pintoresco -a la herencia maldita, digo- glosariamos aquellos vistosos adagios de «que inventen ellos», «Viva las caenas» y cosas así. Españoladas y autos de fe. Hubo un breve haz de oxígeno en Cataluña, y otro, aunque distinto, en el País Vasco. En cualquier caso, las vértebras institucionales, los comportamientos sociológicos, el armazón identitario y sus consecuencias administrativas, el dichoso encaje español y las pulsiones éticas, aún descienden en gran medida de aquellos berenjenales industriales o agraristas, y de sus reflejos políticos. Reflejos en Cataluña, bajo una cierta ilustración burguesa; en el País Vasco, con el carlismo adosado; y en el resto de España sobre un nacionalismo castellano al que pincelaron y dieron forma, en una paradoja burlesca, los periféricos: Azorín, Unamuno, Maeztu y los demás. Mientras tanto, por aquí nos entreteníamos con Blasco Ibañez y Sangonera y las barracas y las anguilas y las acequias en un naturalismo colectivo cuya pulsión máxima finalizaría a principios de siglo XX al levantar el tótem del Mercado Central (en adelante Central Market, en atención al turismo), verdadera síntesis de nuestro implacable destino agrario en lo universal. Todo eso andaba ocurriendo, o había ocurrido, hasta que vino Ernest Lluch a descubrirnos que nuestro Ser no era el de la horteta de regadío y el del secano del interior -de los tomates y lechugas o los olivos y algarrobos- sino que se había transfigurado en los sesenta (del pasado siglo, claro) y no nos habíamos enterado, y ya eramos tan razonables como los ingleses y tan ilustrados como los franceses, aunque con Franco en el Pardo. (Después Lluch reconocería que una cosa es la estadística -el número de fábricas, por ejemplo- y otro el carácter, que no se transforma en un soplido). La Vía Valenciana se llamó el libro de Lluch donde explicaba la mutación. La vía valenciana denominó Puig a buena parte de su credo político. Esa última vía, la de Puig, podía haber emparentado con los Villalonga, Peirats, Burguera, Reig, Llombart y compañía, cuyas almas aparecen cinceladas en el olimpo liberal (y también en el valencianismo cultural y político), pero hubo un despiste histórico y no se anudaron bien esos territorios liberales perdidos con los encantos socialdemócratas: la potencia de los derivados políticos del 15-M succionó el aparato intelectual de la socialdemocracia liberal y acabaron unificándose los mensajes entre un surtidor de voces, sin saber cuál correspondía a unos y cuál a otros. Esa alteración del ADN, debido a la orgía ideológica, sucede hoy en el gobierno de España también. Por eso Puig no pudo enlazar las dos partes de la historia: la que provenía del espíritu republicano, democrático y laico (que sacó a la luz Lerma con la inevitable ayuda de la IVEI, el 'cerebro' desde donde partieron centenares de publicaciones sobre la historia valenciana y que restauró la maltrecha memoria del republicanismo) con la de los gobiernos del Botànic tras las dos décadas de PPCV en el Palau. A la 'nueva política', que pronto se jerarquizó, apenas le cautivó el asunto del pasado, hechizada como estaba en la tríada del presentismo actual: ecologismo, feminismo e igualitarismo. El lazo, pues, se rompió, al igual que se volatilizaron los lazos intelectuales. ¿Quiénes fueron los intelectuales del Botànic? Identificaríamos a los que 'acompañaron' a los gobiernos de Lerma. Nos costaría enumerar a los del Botànic. (Cierto que 'producir' intelectuales no es nada fácil. Esta tierra no fabrica ninguno desde hace un montón de años. Alguno queda, pero ya retirado. Tampoco es que en España lluevan a diario. La verdad es que la figura del intelectual está en horas bajas. Ni siquiera en Francia, donde brotaban como setas los guías morales de la tribu, resplandecen como resplandecían hace unas décadas. Ni la última y alegre fila de las vedettes francesas -Levy, Glucksmann, Bruckner...- alumbró una descendencia numerosa).

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El pasado no es un pastel de nostalgia sino una guía de futuro. El Botànic no pudo o no supo qué hacer con él, quizás porque, ya está dicho, se apretujaban demasiadas voces en la misma escena. En Francia o en el Reino Unido, el pasado no es que lo reelaboren, es que lo mercantilizan después de idolatrarlo. Las ideas las sistematizan y las sellan en una enciclopedia o en un tratado y el patrimonio lo convierten en una estampa turística o en un hotel con 'encanto'. Aquí ni siquiera hemos montado una industria sobre el pasado, y cuando en los 70 y 80 consagramos la mitología histórica -puesto que nuestra Renaixença se disolvió como un azucarillo- tampoco nos dio por 'comercializarlo' o glorificarlo: nos contentamos con hacer algunas trampitas, ciertas distorsiones para acoplar unos determinados hechos a la narrativa oficial o paraoficial, y pare usted de contar. La verdadera relectura del pasado, como es sabido, vino del valencianismo nacionalista, y tuvo una avería importante, decisiva: comenzó en las ideas y acabó en las ideas. Ni la marca 'propia' transcendió, sino que fue expulsada del paraíso. (¿Comunidad Valenciana? No es sino el nombre de una comunidad de vecinos. No posee épica, ni pasado, ni emoción.) Pero, lo que es peor, ese 'resurgimiento' de la 'nueva historia' surgida en los sesenta careció de leyenda, que es por donde se empiezan a construir los pueblos. Sin marca, sin industria y sin leyenda, el pasado queda al resguardo de un museo polvoriento y momificado y el destino es una leve hoja al albur del viento: carece de fortaleza. (Fijémonos en la Antigua Grecia. Occidente fabricó el mito griego para reafirmar su propio destino e identidad: para saber que venía de algún lugar y que iba a alguna parte. Y, sin embargo, la verdad es que la Antigua Grecia, la del logos, la enterradora de las supersticiones y la cuna de la democracia, apenas fue más que un sueño). Después nos quejamos si la CV es imperceptible, o demora su presencia, en el fatigoso y ancho panorama español.

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