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Cada vez que viene el ministro Puente a Valencia es como si los astros propusieran una metodología del dominio, del que da -el ministro- y de los que piden -las fuerzas vivas locales-, en una especie de representación de la omnipotencia. Arriba y abajo. No hay manera de acabar el AVE a Barcelona, ni el Parque Central, ni el túnel de Serrería, ni el enlace del puerto hacia el norte, ni... Algún día, sería de esperar que en la lucha final entre el todopoderoso Aquiles -el ministro, todo ministro de Obras Públicas- y la tortuga -algo así como nosotros- se confirmara la victoria de la tortuga. Mientras tanto, el ministro, cuando aterriza por aquí, suele traer 'obsequios' en la cartera, como si quisiera codificar una y otra vez la dialéctica amorosa del padrino en el bautizo. El último 'regalo' se nos antoja una virguería: una «autopista ferroviaria», y no hay contradicción en los términos, que enlaza el puerto de Valencia con la capital de España. Todos son beneficios en este asunto, incluidos los beneficios de la poética: para el medio ambiente (eliminará 10.000 camiones al año, 16.000 toneladas de Co2), para la vida de los mortales (los accidentes de tráfico disminuirán, y no como en la AP7 de Valencia a Barcelona, donde aumentan: las cosas que nos unen con Barcelona siempre van mal, qué se le va a hacer), beneficios para el ocio (viajar en un turismo al museo del Prado o al Santiago Bernabeu va a ser una gozada) y, en fin, beneficios para el nuevo orden espiritual y material del tráfico de mercancías. En otra visita, el ministro no sé si 'reanunció' la conveniencia de la ampliación del puerto, ejecutada ya, y que tanto ha dado que hablar. Y aún su departamento bienhechor confía en aumentar la superficie del aeropuerto de Manises tras las exigencias de las autoridades de aquí (pensarán las autoridades valencianas que nos faltan turistas, o que hay que incentivarlos más). Lo cierto es que cuando el ministro Puente regresa a los salones del ministerio se nos quedan dos caras. La primera es que formamos parte de una minoría en constante reconstrucción de la razón pedigüeña. Y la segunda es que que el mundo no es sino un gigantesco comercio en circulación permanente. Y con un elevado valor de cambio situado en Madrid, aunque esto último es obvio.
Con la ampliación del aeropuerto hemos de ser modestos. Ya dicen los genetistas que los humanos somos un mohoso archivo de ajustes providenciales y que poseemos las mismas funciones químicas que un plátano. Algunas de nuestras autoridades valencianas toman medidas contra la 'invasión' de las masas foráneas -el gran fenómeno actual- y otras anhelan aumentar las infraestructuras para recibir más masas y más aviones en una apreciación de la voluntad medioambiental algo irregular. La vida es antagonismo hasta el último estertor. El bien y el mal, las tinieblas y la luz, la voluntad y el instinto, las células hijas en lucha con las células madre. Tampoco hay por qué desgreñarse, por tanto, cuando el ministro Puente exhibe los grandes logros para el futuro del clima, y la calidad del aire, y la sostenibilidad y varios etcéteras más adheridos a la «autopista ferroviaria», por una parte, y por otra soslaya la regresión medioambiental que sufrirán las playas del sur de Valencia con la ampliación del puerto, y de la que vienen alertando los geógrafos (Joan Romero, ahí está, ahí está, como la puerta de Alcalá, sin que le haya hecho caso nadie, o un poco los de Compromís). Claro que si todos estos proyectos dan trabajo al personal, pues lo fundamental está servido y justificado, según la ecuación clásica economía/trabajo/esfuerzo. La verdad es que no cambiamos de paradigma ni frente a un pelotón climático.
¿Acaso no hemos pagado precios medioambientales muy elevados con cada infraestructura a lo largo de la historia?, enfatizarán al unísono los herederos de la tradición liberal y de la comunista. Observemos la autopista del Mediterráneo, nacida para los aires turísticos europeos de finales de los sesenta. La fauna terrestre se quedó a un lado u otro de la enorme cicatriz de alquitrán, que partió montañas, enterró árboles y convirtió los campos de alrededor en tierra baldía. ¿Y el AVE? Igual. ¿Y los molinos de viento, verdadero patíbulo para las aves? ¿Y los enormes huertos de placas solares que aniquilan almendros, vides, pinos y olivos? Puente está al mando de un ministerio cuya raíz moral se funda en una tragedia: es un ministerio benefactor a la vez que asesino. Eso que llamamos el progreso (y que nadie sabe lo que es, excepto los del PSOE, que siempre tienen la palabra progresista en la boca) ha cometido los mayores exterminios del planeta. De manera que si no nos podemos bañar en las playas del sur del megapuerto, cogeremos la toallita y nos trasladaremos a las del norte. No se preocupe el ministro. Ni las fuerzas vivas. Sabemos que el mundo gira en torno a un gigantesco comercio, y girará (creo que la frase es de Marx), y ya hace mucho tiempo que nos olvidamos de la «madre naturaleza». En parte, la Naturaleza murió en el siglo XVIII. Nos hostigaba a los humanos. Hemos luchado contra ella. Le teníamos pánico. Ahora hay quien la anhela pero de forma intermitente (no en las olas de calor, por ejemplo, ni cuando hay mosquitos), como el ministro Puente, que nos quiere «descarbonizar» con la «autopista ferroviaria» pero olvida la ruptura del equilibrio ecológico del puerto en las playas de la Albufera y el marjal.
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