Literaturizar Valencia está muy bien siempre que no se convierta el empeño en una cosa blandengue y sensiblera. Para sensiblerías ya tenemos las de Azorín, que disparaba adjetivos como se disparan polvos enamorados («Valencia, la fina»). Hay una literatura sobre Valencia sin complejos, desmitificadora y realista, cuyo vientre memorialístico expulsa las melancolías empalagosas. Y hay otra literatura sobre Valencia llena de galanterías y pompas y afectaciones («la millor terreta del mon», dicen que dijo Sagredo en el Senado como si la historia se hubiera detenido en alguna esquina de algún juego floral de Lo Rat Penat en los años 20). En medio de ambas, entrelazándolas, existe la narrativa de la confusión, que no es sino un quedabién encubierto, y eso se nota enseguida porque la buena literatura vive de hacer preguntas, en espera de que las respuestas las ponga el lector, a su aire, si es que existen respuestas. Uno cree que Rafa Lahuerta, que tiene nueva novela, 'La promesa dels divendres', viene del primer apartado de esta apresurada taxonomía, un poco al estilo de los poetas malditos de Verlaine (aunque sin tanto malditismo), lo que ocurre es que en lugar de inyectarse hachís y heroína, como en los setenta en El Carmen, Lahuerta se inyectaba litronas en el bar de los Yomus cerca de Mestalla, que al parecer es el tótem donde se origina el mundo. (Al final, ser hincha del Valencia CF es como andar colgado de una promesa en constante frustración, porque ganar, lo que se dice ganar, sólo ha ganado algunas ligas y alguna recopa, si no me equivoco, aunque esos días de gloria sean eternos y se conserven en los subconscientes generacionales como si te bañaras en el Ganges para conectarte con Shiva o resucitaras entre el polvo cerca del Sinaí). La última novela de Rafa Lahuerta es una adición de 'Noruega' pero ya más existencial, más de autoconsciencia, más de búsqueda personal, y también es un viaje por la Valencia de los ochenta, aunque en la otra parte del río, ya digo que bajo el monte Sinaí de Mestalla, donde al novelista seguramente le entragaron los mandamientos con los que concibió la vida.
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La Valencia remota la describe Vicent Sarrià, si paseas con él, como el erudito que extrae un espejo histórico del bolsillo para reflejar categorías civilizatorias, murallas y mercados extinguidos, patíbulos de ahorcados en la plaza de la Lonja y hogueras en l'Almoina, y es como si callejeando/callejeando aparecieran a tu alrededor, en lugar de turistas en manga corta arrastrando maletas, los ectoplasmas de San Vicent Ferrer, y Blasco, y la monja Villena, y Pere Comte subido a la Lonja, o Escolano saliendo de San Esteban y Porcar entrando en San Martín, o quizás Lluis Vives recitando algunas de las sentencias que ha recogido Paco Blay en más de mil páginas. (Frente a la iglesia de San Martín, en San Vicente, han puesto una barra que sirve copas para que te las tomes en la calle, como si esto fuera Bourbon Street, en Nueva Orleans, una calle llena de alcoholes etílicos y borrachos). Decía que si deambulas con Sarrià, y desembrollas los sedimentos históricos, da hasta miedo ir pisando orines y deyecciones, sin alcantarillado ni nada, y con las basuras pringándolo todo, pero es que Sarriá, para explicar la Valencia del pasado, procede aún de la relación clásica espacio/tiempo. (Espinalt, a fnales del XVIII, en su Atlante, nos habla de una ciudad adoquinada y con los desperdicios surcando las acequias y canales de las calles, pero entonces vivían en intramuros 18.000 personas, persona arriba, personaje abajo). Pérez Puche, en cambio, narra las calendas de Valencia desde otra dimensión, como cosificando desesperaciones y maravillas, a la manera de un retrato neorrealista sin fin: se diría que encaramado a una de esas cámaras del cine italiano que no enjuiciaban sino que describían. Bastaba con describir para dictar sentencia. Puche debería levantar una enciclopedia. (Aunque, claro, tendría que ser por internet y ya no es lo mismo).
A Valencia la vienen venerando, últimamente, los Felip Bens, que acaba de entregar 'València, riu i platja', y los Huerta, y Fenollosa ('Narcís o l'onanisme'), y Miquel Nadal ('Càndid') y todo ese grupo en torno a Drassana. Que, por otra parte, refrenda lo que uno viene pensando desde hace tiempo. Que el valencianismo nacionalista ha abandonado Valencia como fuente narrativa (la investigó exhaustivamente en los setenta, ochenta y noventa en centenares de estudios e historiografías), y son los herederos del sincretismo (entre Ubieto y Reglà, aragonés y catalán), ya despojados de los prejuicios más hondos y de los fantasmas más oscuros, los que la novelan ahora, y los que la exponen y la profesan y la reviven a diario. Pasa que a los de Drassana les sobra un punto de canon gramatical -canon fabriano huyendo de Fabra-, pero, bueno, somos así, señora. (La vicepresidenta del Consell, cuando el Botànic, protestaba a veces a las puertas del Palau contra el propio Consell, en un giro escalantiano o berlanguiano fantástico, que nos define e inmortaliza). Que los de Drassana y su entorno recuperen casi a diario la memoria de Valencia es muy de agradecer, porque uno, al final, es que ya no se acuerda de nada.
Lo cierto es que Valencia se ha vuelto literaria desde hace dos días, como quien dice, desde el esplendor democrático, porque lo fue en el XV pero entonces no leía nadie y volvió a serlo en el XIX, pero entonces solo leían los blasquistas y alguno más. Sólo dos novelas de Blasco ocurren en Valencia, 'Flor de mayo' y 'Arroz y tartana'. (Conviene repasar 'La sociedad valenciana en las novelas de Blasco', de Enric Sebastià). Lo de María Beneyto en los primeros años del franquismo ('Regreso a la ciudad del mar', 'El río viene crecido') es la ejemplificación de la soledad narrativa en la Valencia de las tinieblas y el hambre. Poco después hay que añadir algo de Beatriu Civera, y al Max Aub de 'La gallina ciega', ya a finales de los sesenta. La democracia fue la que trajo un estallido narrativo inagotable, y como andamos todavía en ella, que se sepa, tenemos ahora entre manos la elegía memorialística sobre Valencia de Felip Bens, 'València, riu i platja', que es un libro muy fértil donde Bens nos recuerda algunas canalladas patrimoniales, se demora en el Cabanyal y en lo que fue el camino de Farinós y la huerta de Vera, que había resistido mil años hasta que hace cincuenta la liquidamos -y dentro de nada ni ermita de Vera habrá, está como en una prisión- y nos transporta hasta la plaza de Brujas, al desaparecido Molí de Novella, y al Nebraska, y al Esma -le falta la Conquense, en el Carrer de Dalt-, y a Viana, y al Moro Zeit, y a la «Crònica» de Viciana y a su plazoleta, y a mi me parece que toda esa metamorfosis de lugares y esquinas que narra Bens, entre la extinción y el cambio, obedece al compromiso con el espíritu humanístico que dejó dicho Kusturika, «los recuerdos son la base de la continuidad humana». Desde ese compromiso, y desde su devoción por Valencia, a Bens y a Lahuerta sólo les falta encender el cirio de la adoración.
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