Mientras la CV deshoja la margarita y suspira para saber qué quiere ser de mayor, la alcaldesa Catalá entona 'a capela' a Serrat ante periodistas, empresarios y algún que otro sindicato identificable. Hasta lo detractores de la alcaldesa estarán conmigo en que Catalá no se fue en letras y partituras por la ramas del andalucismo de doña Concha Piquer o de Miguel Ligero -«Cómo en España ni hablá, y eso dígalo en China y en Madagascá», siempre cambiado el España por Valencia, claro- sino que la alcaldesa optó por lo políticamente transversal, o incluso por algo más escorado hacia la izquierda que hacia el centro, aunque los dioses de ambos bandos ya no se aclaren y se hurten memorias, conceptos y credos. El hecho de recurrir a Serrat, y no a Manolo Escobar o a Taylor Swift, constituye un gesto nada despreciable entre la iconografía de gestos que nos entregan los políticos actuales a diario. Porque al igual que una canción es una fotografía sobre la psicología colectiva y el espíritu sentimental de una época, la elección de un autor en un momento dado y en un territorio singular no debería pasar desapercibida para los observadores más o menos imparciales y más o menos especulativos. Toda alcaldesa -o alcalde- tiene derecho a una expresión estética y a una expresión épica más allá de los trances protocolarios, de las políticas cotidianas y de los oficialismos de corsé. El que Catalá dejara de lado, entre todo el vasto cancionero español, el andalucismo de la autarquía franquista o el 'pop' resultante del Plan de Estabilización del Opus encarnado por el Dúo Dinámico y Raphael, y se lanzara en las tablas hacia el cantautor que ayudó a romper el silencio en España y al que el PSC tiene como icono, ofrece sin duda un poderoso salvoconducto para los que se apropian indebidamente de biografías, ideas, gestos y patrias. (Un salvoconducto, sobre todo, contra la permanente ofensiva raphaelista, del incombustible Raphael, en resurrección eterna, al que descubrimos de niños en la tele franquista cantando el Tamborilero y que no ha dejado de perseguirnos -«yo soy aquel que cada noche te persigue»- durante toda la existencia, que no hay manera de vir sin Raphael). Serrat no ha sido un cantautor de grandes abstracciones sino de sensibilidades domésticas pero a prueba de romanticismos ñoños, y lo principal es que ha sabido pasearse por el amor y la muerte, que son los grandes temas de la historia occidental. La posibilidad de tratar esos asuntos con una cierta carga poética es lo que le distancia de la 'coentor' instalada en un 'pop' -que se decía antes- cargado de letras infantiloides y bastante cursis, además de que Serrat siempre ha cantado muy bien. (Hay que diferenciar lo rematadamente 'cursi' de los versos que parten en busca de unas nuevas caligrafías de lo real. Aunque, bien mirado, tampoco ese 'equipaje' es el de Serrat, que en eso hace lo que puede, sino más bien de Brines y Marzal y Estellés y cosas así, más elevadas y serias). En cuanto al reconocimiento del presidente Mazón hacia el cantautor de Poble Sec, el otro día en Valencia, durante la concesión de unos premios, la verdad es que Mazón canalizó su admiración ante el autor del 'Romance de curro El Palmo' a través de la palabra, una lástima porque si se hubiera arrancado con unos compases primerizos nos hubiera permitido comparar hasta dónde llegan las entonaciones de Mazón y hasta dónde las de Catalá en torno al mismo objeto musical del deseo. En lugar de eso, el presidente, días más tarde, en otro acto formal, cantó a Julio Iglesias, que ya es toda otra cosa. Otra cosa menos políticamente transversal y menos afortunada en el lance sonoro (esto último siempre lo ha reconocido Iglesias, por otra parte). Lo diré enseguida: en la cuestión técnica, el presidente es un profesional. Ni una corchea de más ni una síncopa de menos, el ritmo justo, los silencios exactos, el imperio del compás al detalle, 'a capela', un auténtico especialista. Muy por encima, desde luego, de la alcaldesa, que pese a dominar las corcheas y las blancas desde su pasado oboista, divagó entre las orillas de las tonalidades, debido, sin duda, al esfuerzo vocal mañanero (las nueve de la mañana, ojito), porque sabido es que las cuerdas vocales precisan del uso para ofrecer una respuesta armoniosa y se resienten del apagón nocturno y del silencio. (Ya que estamos ante los políticos cantantes o los cantantes políticos, a mi me parece que Mazón, técnicamente hablando, está varios peldaños por arriba de Nadal, el ex cantante de la Gossa Sorda, que también fue diputado). En todo caso, el presidente entonó a Julio Iglesias, ya está dicho, y aunque tampoco hay que ponerse a buscar agua en el mar, lo cierto es que entre el celebrado y popular 'Quijote' de Iglesias buscando a Dulcinea «donde estarás», cuyos límites desbordan trivialidad, y el «mi cuerpo será camino, le daré verde a los pinos y amarillo a la genista» de Serrat, uno diría que no se necesita un espejo que refleje los significados para apreciar quién anda arriba y quién abajo en la poética de los tres minutos. Quizás para desacralizarse de Iglesias, y de su espacio referencial, y alcanzar otras geometrías lingüísticas, el presidente acudió a contemplar la exposición del El Temps en conmemoración de los 40 años de la revista de la mano del periodista Victor Maceda -fino analista, que diría Azorín- y bajo la atenta mirada de Eliseu Climent. Cuando a Sciascia le preguntaban por qué Sicilia era el territorio de sus novelas, el escritor respondía: Sicilia es el mundo. (Lo mismo decía Rulfo de Comala, Onetti de Santa María o Faulkner de Yoknapatawpha, aunque no existieran). Pues bien, Valencia es el mundo, y El Temps, tan criticado por unos y elogiado por otros, no deja de ser Sicilia, es decir, Valencia, nos guste o no, que eso es otro asunto. El presidente Mazón supongo que no se detendría a leer una frase de un artículo de Fuster, al que de vez en cuando cita, que cuelga -o colgaba- de una de las paredes: «Avui ja solament són d'esquerres els qui no han trobat l'oportunitat de fer-se de dretes». Es de los ochenta. Ahora se armaría un lío, el de Sueca, con tantos partidos y políticos y cantautores y editores en busca de autor. (En ocasiones, se diría que la geografía de la política es un delirio, como si, de repente, entráramos en una novela de Manuel Baixauli, donde lo imaginario y lo real discuten a veces entre tinieblas, o entre musicalidades verbales. Baixauli, de Sueca, viene de los mundos de Kafka, y no como Fuster y Josep Franco, del mismo pueblo, que andaban y andan vampirizados por la materialidad más crónica. Hay otro escritor en esas calles y esas plazas, Josep Palacios, pero es un autor en busca de una mitificación de sí mismo, y quizás esa representación de la invisibilidad acabe deglutiendo su propia obra, o, por el contrario, sublimándola, que viene a ser parecido. El arte y el mundo están necesitados de leyendas. Ya querrían atrapar una al vuelo Mazón y Catalá, envueltos, quizás para siempre, por las notas de Serrat e Iglesias, y, bien mirado, también por la frase de Fuster, delantero centro de un realismo a veces excesivamente brutal: «Solo son de izquierdas los que no han encontrado la oportunidad de hacerse de derechas»).
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