Urgente Un incendio en un bingo desata la alarma en el centro de Valencia

Desde ningún punto de vista juicioso se puede soslayar el triple salto mortal que supone pasar del casticismo de la tauromaquia -y olé- como último signo iconográfico del área de cultura de la Generalitat a un valencianismo más o menos inscrito en lo que antiguamente se denominaba la Tercera Vía, esa ruta central entre el camino del nacionalismo catalanista y el del 'blaverismo' a lo 'bunker barraqueta', para entendernos. Es decir, pasar del maestro Vicente Barrera -maestro de la espada y del capote- a la erudición vernácula de Miquel Nadal, autor de 'Càndid', de estudios sobre el valencianismo y sobre todo coautor de aquel 'Document 88' junto a Colomer, Franch y Company, texto que venía a empaquetar con un lazo azul el libro 'De impura natione' de Mollà i Mira. No nos hemos librado de los toros de los alberos ni de los «bous» de las calles, porque ni el Botànic ni el Rialto de Tello se atrevieron a tocar esos universos de la muerte, por muy refractarios que fueran a su ideología, pero al menos la filología torera no nos avasallará a diario, que hasta pensaban practicar la muleta en el casco antiguo de Valencia. Algo es algo. Sólo los muy puretas pueden disentir de la 'opción Nadal' -flamante director general de Cultura- como signo inequívoco de un cambio expiatorio del PPCV de Mazón. Por decirlo a lo bruto, y para entendernos: antes estábamos en Sevilla y ahora regresamos a Valencia. A la Valencia del valenciano de ortografías mestizas, incluso insumisas, lo que viene a dar cuenta de que ni los apologetas concienzudos del valencianismo se toman en serio la premisa fundadora de todo movimiento cohesionador que se precie, la unificación de las formas del lenguaje. Los límites del lenguaje son los límites del mundo. A los contrarios a cualquier mudanza reformista -los partidarios de cuanto peor, mejor- me los conozco: sólo admitirían como responsable del departamento de Cultura a un Josep Guía, por una parte -lo cual no estaría mal-, y por otra, a cualquier falangista o carlista jubilado o por jubilar, si los hubiera. Cuando Zaplana/Aznar colocaron a Fernando Villalonga como primer conseller de Cultura del PPCV tras el largo reinado del socialismo ya hubo un cierto despiece sanguinolento del personaje a pesar de que Villalonga portaba en su biografía la limpieza de sangre suficiente para considerarlo uno de los suyos: fue uno de los inspiradores de la falla King Kong, levantada en Reina doña Germana (barrio de orden), junto a los Lopez Tena y Julio Tormo, donde a finales de los setenta actuaban Al Tall, Paco Muñoz y los demás. Una falla muy fallera: inconformista, valencianista, crítica y rebelde con la disciplina y la autoridad de unos círculos falleros caracterizados entonces por la tradición más tradicional y por el clasismo de los hábitos bienpensantes. Han pasado los años y la ética de la discriminación ha dado un vuelco de infarto, de modo que ahora las fallas son casi como una religión para Compromís y adyacentes, cultura popular de la buena. (Para los socialistas, más institucionalizados, ya lo era, puesto que la temporada infinita de 'mascletaes' la inauguró, dicen, Pérez Casado, y empieza casi un mes antes de Sant Josep, venga fiesta y venga cohetes). En todo caso, hablábamos de que la política es una apuesta constante, o un cambio permanente, y ahí tenemos a Miquel Nadal, director general de Cultura, aunque uno, del presidente, lo hubiera elevado al altar máximo de la conselleria, una patria de mayor carga simbólica que nos hubiera permitido descifrar con más detalle el verdadero sentido del mensaje sobre el valencianismo cultural de este PPCV, ahora que Vox se ha marchado. Escritores/as metidos/as a consellers/as solo ha habido una, Pilar Pedraza, porque los demás fueron consellers/as metidos a escritores/as, que no es lo mismo. A Pedraza la nombró Lerma en 1993, y si ahora Mazón le hubiera cedido ese trono a Nadal, treinta años después, se hubiera cerrado el círculo del letraherido vencido por las flechas de la política. Ha perdido Mazón la oportunidad de perpetuar la especie. Una lástima. El nuevo conseller, Jose Antonio Rovira, que ya lo era de Educación y que es economista, se ha puesto él solo una tarea imposible, tan enorme como inalcanzable, que le condicionará toda la legislatura. Quiere eliminar la ideología de la cultura. Hombre de Dios. Eso es como decir que va a resolver la existencia real de la partícula de Higgins o el misterio de Dios. Una cultura sin ideología es como un melón sin pulpa, como un mar sin agua, como un Goya sin el 2 de Mayo. Es cierto que la ideología obstaculiza el germen de las ideas, porque las encierra en una cápsula donde ya hay respuestas para todo, pero ese es un asunto para los Foucault y compañía, cosas muy intelectuales y trascendentes. Yo creo que lo quiere decir Rovira es que hay que amortiguar la ideología contraria a la de uno, la ideología totalizadora, la ideología que se propaga desde enfrente. Y que hay que dar juego a unos y a otros, y exiliar los prejuicios muy arraigados, etc. Todas esas cosas. Rovira es del PPCV, no un escéptico profesor de bioquímica de la facultad en busca del último descubrimiento sobre la 'teoría celular', y el PPCV -como el PSOE, Compromís, Vox y los demás- es una organización política de aleaciones ideológicas concretas. ¿Eliminar la ideología? La ausencia de ideología en materia cultural es una cosa insoluble, esa 'particularidad' solo se da en el mundo científico-científico, no en la esfera de las humanidades, ni por supuesto en las denominadas ciencias sociales. La cultura no es el binomio de Newton o el teorema de Poincaré. Precisamente por eso -por ofrecer un aliento hacia una cierta sensibilidad 'ideológica' y por negar la quiebra de confianza ante la escasa política valencianista detectada en el nuevo Consell- es por lo que se supone que se ha designado a Miquel Nadal y no a Pepito el de los Palotes, al margen de sus méritos, ya contrastados. Recordemos que uno de los últimos PPCV gobernantes, el de Camps, proclamó el Monasterio de la Valldigna como «templo espiritual, histórico y cultural del Antiguo Reino de Valencia y símbolo de la grandeza del pueblo valenciano reconocido como nacionalidad histórica», tal y como se redactó en el Estatut pactado con Ignasi Pla. Desde esa proclamación de fe en el valencianismo, aunque fuese un tanto gótico el valencianismo y ampulosa la proclamación, no se puede emigrar al vacío mineralizado. Porque el vacío significa admitir una cierta inferioridad cultural respecto al etnocentrismo que proviene de la M-30, al que no estaría mal del todo desarmar con una conciencia crítica hoy bastante atontada por los políticamente correcto.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Empieza febrero de la mejor forma y suscríbete por menos de 5€

Publicidad