Urgente Un incendio en un bingo desata la alarma en el centro de Valencia y deja 18 atendidos por humo

Al contrario del decálogo que proponía Pablo Salazar para Valencia estos días y en estas páginas, uno sólo tiene un sueño -digámoslo a la americana-, de improbable cumplimiento aunque de una inmensidad oceánica. Convertir la Valencia turística del botellón en la Valencia turística de la cultura. (Al manifiesto de Salazar, un verdadero libro blanco del 'Cap i Casal', uno sólo le añadiría la revisión del espacio que rodea la Estación del Norte, quizás hasta su encuentro con San Agustín, en un tributo de adoración eterna hacia Demetrio Ribes). La adaptación progresiva del espíritu de la ciudad desde el turismo indigesto de los 'selfies' hasta otro que reverencie la belleza en sus distintas modalidades es una misión para audaces, algo así como hacer del desierto un vergel o de Julio Iglesias un Frank Sinatra. De acuerdo: podemos descender algunos peldaños y reducir ampulosidades sobrevenidas. Dentro del sistema nervioso de la cultura, elijamos la esfera musical, el único arte no semántico. De la Valencia de la muchachada a la Valencia de la música y de los entornos musicales. En estos momentos, en la 'Casa Gran' hay sensibilidades elevadas, está Manolo Tomás. Y hay materia y tradición, aunque esta última haya sido utilizada en no pocas ocasiones para engrandecer patrioterismos huecos: creado el mito de la «terreta de la música», ya nos podíamos ir a casa a dormir tranquilos que los maestros Giner, Serrano, Chávarri, Palau y Rodrigo siempre estarían dispuestos a levantarse de su tumba para justificar el espacio simbólico. Lo que no ha habido nunca -salvo esfuerzos aislados, muy meritorios- ha sido una voluntad política consensuada entre los partidos -y la sociedad- para instaurar una identidad colectiva más allá de los hechos musicales aislados, mucho menos para fundar una marca cohesionadora y exportable. (Por cierto, los dos 'Palaus', con las dos orquestas independientes, señalan uno de los agujeros de la organización interna institucional, pero consolémonos porque llevamos más de treinta años discutiendo sobre cómo elaborar un 'discurso' museístico entre lo primitivo y lo contemporáneo en los museos de Valencia y como si lloviera). Voluntad política, digo, pero también talento, necesario para obrar la identificación real -y moderna, sobre todo moderna- entre la música y Valencia. (El talento está peleado con la burocracia, toda vez que la administración constriñe cualquier aire de libertad también en las artes: hay que entender la angustia de los gestores culturales, alguno al borde del suicidio).

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Hay algunas ciudades 'históricas' que han logrado esa asociación hipnótica, y han pasado de las hordas turísticas con banderita -los cruceristas apenas dejan beneficios monetarios, como demostró Joan Carles Martí al infiltrarse entre un grupo durante las cinco horas que duró la 'visita' a Valencia- a las sensateces del aprecio por la obras de arte en directo, sea Baremboim quien se ponga al frente de la orquesta, sea un edificio racionalista de Borso di Carminati el que brille, sea una totémica obra callejera de Miquel Navarro la que despierte la fascinación. Hubo una propuesta hace unos años lanzada, o encabezada, por el promotor musical Julio Martí que trataba de engendrar una marca global para Valencia, de modo que se aglutinaran bajo ese paraguas todas las ofertas estivales y se fragmentaran entre múltiples escenarios. Como es habitual, no prosperó. Se le hizo el caso protocolario y a otra cosa, mariposa.

El mayor fenómeno al que se enfrentan las ciudades 'históricas' del tamaño de Valencia es el del turismo. Mejor dicho, el de la masificación turística. Y resulta evidente que no están preparadas para metabolizar la convulsión que produce un cambio de esa profundidad. El desplazamiento vecinal, la reducción a un mero decorado de cartón piedra de sus centros históricos, la colonización de viviendas y comercios, los espasmos ante la metamorfosis de las costumbres en un tiempo tan veloz, la ruptura del marco referencial, toda esa revolución resulta sobrecogedora y abruma a los responsables políticos. Es natural: la ciudad 'conocida' desaparece ante sus ojos para transformarse en un mar de franquicias y personas. Una ciudad ya es igual a otra, esté la ciudad situada en Francia o en Italia o en Bélgica. La aceleración en la inexorable pérdida de identidad sólo podría compararse a las transformaciones de la Valencia del XIX y de principios del XX aunque el seísmo actual es distinto: carece de arraigo. Es de quita y pon. Su huella en la fisonomía urbana, sin embargo, resulta perdurable. La magnitud de esa transformación -que vivimos a diario- conmocionó al anterior gobierno, el del Rialto, sacudido por las fuerzas globalizadoras del gentío: elevar las medidas proteccionistas tiene muchas dificultades ante un mercado en expansión, unos vuelos baratos y unos tribunales de vuelo justo. (Y, desde luego, una administración o una política no puede medir por igual a un comercio histórico de Valencia, que debería poseer unas normas singulares, que a un bar de copas de una multinacional de Dublin en reproducción permanente). El coctel, en todo caso, es explosivo. Solo las ciudades globales o con mucha personalidad resisten la tormenta perfecta. Las consideradas 'históricas', de tamaño medio, se desangran a pasos agigantados. (Sé que me pongo tan pesado como Miquel Nadal en esto, pero hay que entender que el crujido de Valencia resuena en un lamento ensordecedor, y que somos almas sensibles, y que pese a saber que no hay que confundir tradición con costumbre y ser conscientes de que todo tiene un final, la verdad objetiva es que quizás solo resistan dentro de unos años el Micalet, la Lonja y el Mercado Central como testigos de una vida dominada por la vecindad en lugar de por la mirada fugitiva del foráneo de tres días y dos noches con derecho a desayuno). Y no se trata de nostalgia sentimental, ni de un vacío depresivo, sino de analizar, añadir y construir: de dirigir la metamorfosis inevitable hacia lo más conveniente para el 'Cap i Casal'. Esa necesidad de diseccionar el nuevo fenómeno de masas y sus repercusiones, observar las transformaciones en la fisonomía y esencia de las 'ciudades históricas' y pensar acerca de su propio destino bien merece un congreso, precisamente liderado por Valencia. Bruselas, Dublín, Florencia, Lisboa, Burdeos, San Sebastián, Valencia... antes de ser deglutidas por las fauces del monstruo de millones de cabezas han de conocerlo para atreverse a domesticarlo. Es decir, ponerse a pensar. Pensar, por ejemplo, en cómo encauzarlo o gobernarlo hacia otras inquietudes menos devoradoras de los paisajes urbanos actuales. Yo apunto al material de la cultura a fin de canalizar la presión de ese magma porque es evidente que hay ciudades que han logrado superar la 'invasión' inspirando ese modelo, y son vistas con otros ojos por el mundo. No es lo mismo salir de uno de los miles de apartamentos turísticos a las ocho de la tarde con el objetivo de elegir un botellón de entre todos los botellones existentes en Valencia que traspasar las puertas del hotel para escuchar a Kaufman, asistir a un concierto de la Filarmónica de Viena u observar al hierático Sokolov ascendiendo y descendiendo en el teclado como si la meta última estuviera al final del Tourmalet. O acudir al centro cultural en el que oficia Rafael Alcón y aturdirnos ante Saura. Seamos realistas, pidamos lo imposible (que decían aquellos jóvenes parisinos amantes de Rosa Luxemburg y enterradores de todos los poderes, venerables momias hoy los unos y la otra).

El mayor fenómeno al que se enfrentan las ciudades 'históricas' del tamaño de Valencia es el del turismo

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