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El ex director de The Washington Post, Martin Baron, recuerda en su último libro -'Frente al poder'- que la ascensión de Donald Trump ... a la presidencia de los Estados Unidos en su primera legislatura -enero de 2017 a enero de 2021- puso «patas arriba el sistema político y el Gobierno con una mezcla de populismo, xenofobia y pensamiento mágico que desafió los hechos ciertos y comprobables». Recuerda, entre otras cosas, aquella primera tanda de incontinencia verbal, despropósitos y provocaciones constantes que marcaron aquel tiempo; de la que no se libraron, por supuesto, los medios de comunicación que cumplían con su deber de ser fiscalizadores del poder. «Menos de un mes después de su elección, Trump había calificado a la prensa como 'el enemigo del Pueblo Americano' en Twitter», reseña Baron.
En aquellos tiempos, el prestigioso periodista no podía sospechar que, dos legislaturas después, el magnate norteamericano iba a regresar como presidente de los EE UU y que, su regreso a la Casa Blanca, le iba a endiosar mucho más. De tal manera que, el Trump de hoy iba a dejar en anécdota lo que dijo, hizo y azuzó en aquel primer mandato. Un Trump, empeñado en ser epicentro del mundo a toda costa, que en una decena de semanas ha tambaleado el orden mundial; ha convulsionado la economía; ha quebrado las alianzas tradicionales; ha gestionado su presidencia a golpe de ombliguismo, y ha hecho añicos las formas y la cordialidad con su disparatada, populista y provocadora verborrea. Insólita en un mandatario, mucho más en boca del hombre más poderoso del mundo. Aunque el poder no sea suyo, sino del país al que representa. Porque, él se cree que personaliza a su país, pero EE UU es mucho más. Mucho más que un señor que, en medio de una convulsión bursátil tremenda, espeta: «Me besan el culo, están muriéndose por llegar a un acuerdo».
Un señor que actúa como si el planeta fuera una pelota con la que jugar, sin querer ver -o quizá es peor, consciente de ello- que cada uno de los golpes que le da son movimientos telúricos de alcance global. Tremendamente peligrosos y cuyas consecuencias acaban repercutiendo en la ciudadanía mundial. Una gestión demoledora que está alcanzando el cenit con su amenaza arancelaria y cuya guinda la pone sus formas tóxicas y sus afirmaciones obscenas. El Trump comercial que vende Teslas de Elon Musk junto al despacho oval; el Trump que humilla a Volodimir Zelenski y desafía a Europa; el Trump inhumano que muestra Gaza convertida en un resort; el Trump prepotente que se empeña en vestirse de embajador de lo obsceno y lo indolente.
Porque Trump, cuya base de algunas de sus decisiones y políticas podrían ser entendibles y justificables, en lo que se ha empeñado, en realidad, es en ser un inmenso ombligo desde el que abandera una manera de hacer política de consecuencias globales impredecibles. Porque esa gestión política, basada en la hipérbole, la sobreactuación y la teatralización, da alas a reacciones de odio, a posturas combativas de manera constante y, en última instancia, a divisiones cada vez más profundas, viscerales e irreconciliables. Basándose, además, en la manipulación de la verdad y en la propagación del engaño. Una manera de hacer política que se ha ido consolidando más allá del Trump que aplaudió la toma del Capitolio y que tiene una gravedad absoluta, por las consecuencias que puede acarrear. Una forma de gobernar, de liderar, que acaba abduciendo a parte de la ciudadanía en nombre de la patria. Una ciudadanía atrapada en el enjambre de redes sociales y de las realidades adulteradas que está naturalizando lo que antes era, para todos, inadmisible y denunciable.
Una situación crítica que, por responsabilidad, debemos intentar frenar. Al menos, la vieja Europa a la que pertenecemos, debería intentarlo. Aprovechar la coyuntura del despropósito para poner cordura a la política actual y, por tanto, convertirse en el verdadero frente de los populismos y totalitarismos. Una política que permita apuntalar un sistema democrático, que muchos están empeñados en poner en crisis ejercitando el poder en beneficio propio. No pensado en él, como herramienta para mejorar la vida de la ciudadanía; sino en su interés particular. Lograr eso, conseguir que la democracia siga latente en el planeta, está en manos de todos.
Primero, de los líderes políticos y sociales que prediquen con el ejemplo. Como una reina que baja al barro para abrazarse con quienes lo han perdido todo o un Papa que se despoja de la parafernalia eclesiástica para mostrarse en la Basílica de San Pedro como un viejo cura de una humilde parroquia. Vestido de calle y protegido por una manta.
Segundo, de la propia ciudadanía a través de sus votos. Que, como dijo esta misma semana el vicepresidente Francisco Gan, tiene en sus manos las urnas para desterrar la indignidad y a aquellos que se creen dueños de un planeta que no les pertenece. Ni les merece. Un planeta que necesita con urgencia un viaje de vuelta a la humanidad; que debe levantar un muro a la indecencia que cabalga enloquecida por todos los rincones; que tiene que poner aranceles a la estupidez, y volver a creer en la política como servicio público.
Es domingo, 13 de abril. Le preguntaron a Josep Pla por el sentido de la vida... «¿el sentido de la vida?.... que todo el mundo se apropie de su zurrón y su escopeta y salga a la caza de las melodías de este mundo, que siempre vuelan más altas».
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