Despojos de humanidad
El olor de las cloacas políticas es tan profundo que hace que nos olvidemos de lo que es realmente importante
Quizá procedería hablar en este artículo sobre los presupuestos aprobados por la Generalitat y la letra pequeña de sus partidas (algunas controvertidas); sobre si Carlos ... Mazón debe continuar como presidente, como él enfatiza; sobre esa demostración de unidad que intentó escenificar ayer el PP valenciano, bajo el paraguas de Vicent Mompó; sobre la fontanera del PSOE, que ha puesto el socialismo patas arriba; sobre la acelerada Pilar Bernabé y hacia dónde va; sobre la infrafinanciación que nos asfixia; sobre lo cansino que llega a ser el discurso político actual, trufando de faltas de respeto a la ciudadanía y batallas intestinas por mantenerse o llegar al poder... Quizá debería hablar, de manera clara y contundente, sobre ello. Con nombres propios, datos y hechos. Pero no. Mi inquietud, como una pieza más del equipo de un medio de comunicación influyente y determinante como es LAS PROVINCIAS, no me deja -aunque sea sólo por tranquilizar la conciencia- apartar la mirada de lo que hemos visto esta semana y venimos lastrando desde hace tiempo. Años. No me deja porque me pregunto si nosotros mismos, como periódico de referencia, hemos sido capaces de ser lo suficientemente contundentes a la hora de informar y dar visibilidad a esos dramas que reptan por nuestra actualidad, pero sólo atendemos cuando el azote nos toca de cerca. Nos hiere directamente. Y lo digo porque observo, con el paso de los días, cómo la conmoción ante las terribles imágenes del cayuco naufragando en el Hierro se ha desvanecido con la misma velocidad con la que se encadenan las noticias. «Hoy estamos bien informados, pero desorientados», defiende el filósofo Byung-Chul Han en su ensayo 'Infocracia'.
La hemeroteca, pese a todo, mantiene viva la memoria a través de las crónicas periodísticas. Y en ellas leemos cómo, desde el Hierro, relataban los periodistas que los equipos de rescate lograron trasladar en helicóptero a un niño de tres años y a una niña de unos cinco al Hospital Nuestra señora de Candelaria, en Santa Cruz de Tenerife. «La niña no logró sobrevivir», sentencian. Y, aunque al leerlo el frío se apodera de nosotros, pronto olvidamos. Borramos la congoja y miramos hacia otro lado. Enterramos rápido el dolor y quedamos, de nuevo, atrapados por el pestilente olor de las cloacas políticas, el insoportable ruido desde estrados altisonantes y las esperpénticas noticias que hablan de fontaneros, fiestas indecentes, actuaciones incompetentes, corrupción naturalizada, mafias y mafiosos.
Vivimos un tiempo en el que la política del sonrojo ha arrebatado de manera irreversible el protagonismo a lo verdaderamente importante. A esas imágenes de niños y mujeres ahogados a orillas de la isla del Hierro; a la triste historia del joven de Mali que murió en una poza de Alborache durante una actividad lúdica, poniendo así fin a la vida de un adolescente que soñó un tiempo mejor más allá de su país; al debate politizado sobre el reparto de menores (como si fuera una subasta, a donde sólo se busca un triunfo a la baja); al demoledor paisaje de gente que duerme en los bancos de parques o los bajos de grandes edificios de la ciudad; a la comparecencia, entre lágrimas, del embajador de Palestina en la ONU, Rijad Mansour: «¿Cómo puede alguien tolerar este horror?». Ninguneamos ese horror generalizado que es el conflicto de Gaza o Ucrania, el espanto del Mediterráneo convertido en un cementerio de sueños, la crueldad de la desigualdad asentada en nuestro barrio, bajo cartones... Incluso, nosotros, que sabemos qué es el desgarro tras la dana, miramos hacia otro lado. Agotados. Inmunes.
Debo confesar -y me disculpo raudo por el tono excesivamente personal de estas reflexiones- que siento cierta impotencia e incluso vergüenza por no dar ni la suficiente relevancia, ni la suficiente trascendencia, ni el suficiente peso informativo a esa espantosa y cruel realidad que se esconde tras la huida de inmigrantes de sus países por estar sometidos a la pobreza o a dictaduras atroces; al horror de las guerras sin líneas rojas y con una crueldad diabólica; a esa desigualdad que hace que decenas de personas tengan que vivir en nuestras calles; que un chaval de 16 años no tenga donde ser acogido; que una mujer acabe en manos de las mafias de la prostitución... Reconozco -perdonen el personalismo, insisto- que siento inquietud como responsable último. Y me pongo en alerta porque, ni el medio que represento ni la sociedad a la que pertenecemos, podemos quedar engullidos por esa ola de deshumanización que nos está haciendo ciegos ante un tiempo de terrible insensibilidad. Donde sólo alcanzamos a mirar a nuestro yo. Poco más.
«¿Cómo puede alguien tolerar este horror?», se preguntaba Mansour. ¿Cómo podemos jugar con el número de menores extranjeros que debemos cobijar en nuestro territorio? ¿Cómo podemos estremecernos sólo cuando las imágenes nos muestran el impacto de la muerte en directo, como en el Hierro, pero cerrar los ojos cuando es en alta mar? ¿Cómo olvidamos tan rápido? ¿Cómo paseamos por nuestras calles sin sobrecogernos al ver la ciudad salpicada por personas sin hogar? ¿Cómo hemos sido capaces de dejar que nuestra vida, que la actualidad, quede anclada a fontaneros y áticos, a batallas electorales que no tienen fin, a discursos barriobajeros que no nos representan, a la corrupción naturalizada y a los liderazgos populistas?
«La información circula ahora, completamente desconectada de la realidad, en un espacio hiperreal», escribe Byung-Chul Han. Necesitamos, urgente, reconectarnos a la verdad de lo que es nuestro mundo. Necesitamos parar. A contrapelo, reflexionar. Aprender a priorizar. Reordenar nuestros principios para que nuestros jóvenes, nuestros hijos, no reciban como legado despojos de humanidad.
Es domingo, 1 de junio. Hace cinco años, este mismo mes que ahora comenzamos, 50 personas morían en una patera ante las costas de Túnez. Se sumaban a un goteo de muertes que ya venía de antes. Y que sigue ahora. Constante. Silencioso. Como si fuera algo normal.
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