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El ex ministro del Interior Antonio Camacho reivindicó el pasado miércoles en Valencia «la buena política». La describió como aquella que se ejerce desde ... la honestidad, la coherencia y el entusiasmo. Lo hizo en el Forum Europa, donde presentó a la consellera Gabriela Bravo. En ese mismo instante, en las Cortes nacionales, se vivían los últimos ramalazos de la delirante, y a la par triste, moción de censura encabezada por Vox, focalizada en el profesor Ramón Tamames y diseñada para más gloria de Pedro Sánchez. La reivindicación de Camacho era, por tanto, muy oportuna. La sensación a pie de calle de que «la buena política» hace aguas es generalizada. Vivimos momentos críticos y, a la vez, rocambolescos en los que se está agrandando cada vez más la brecha que existe entre los partidos y la ciudadanía. Y en los que, además, el aura de desprestigio envuelve con intensidad el ejercicio de la política. No sólo por lo que acontece ahora, sino por lo que venimos lastrando desde casi dos décadas de despropósito, corruptelas e ineficacia de algunos. Males que han acabado ensombreciendo esa política limpia y eficaz que existe y es palpable en muchos ámbitos pero que no llega a tener visibilidad. Porque quienes la degradan lo hacen con tanto ahínco que ocultan a quienes la ejercitan con dignidad, ejemplaridad y hasta propiciando admiración. Tal es así que ya hemos naturalizado escuchar reflexiones, algunas firmadas por nombres célebres, que cuestionan y/o degradan a quienes se dedican a ella. Recordemos a Groucho Marx cuando decía que la política es «el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados». O al escritor galo Louis Dumur, menos irónico pero más incisivo, subrayar que estamos ante «el arte de servirse de los hombres haciéndoles creer que se les sirve a ellos».
Contemplar el espectáculo extravagante de la moción de censura, dilapidando la esencia de nuestra Democracia; escuchar que Donald Trump puede ser detenido por comprar el silencio de una actriz porno; contemplar los nombres propios que han salpicado de prácticas corruptas nuestro pasado y nuestra actualidad; ver dirigentes que se sirven del ruido para llenar de opacidad su gestión... hacen que, creer en la política, se haga difícil. Y es injusto. En especial cuando bajamos a la gestión más próxima. A la del concejal o alcalde, conseller o presidente autonómico, que, de verdad, cree que puede ayudar a mejorar la vida de aquellos que viven en su municipio o región. Ese político que se angustia por los problemas de quienes representa: por el desempleo, por la falta de vivienda, por la inseguridad, por las carencias sanitarias, por el incendio virulento que amenaza sus casas y sus campos... Se puede estar de acuerdo con ellos o no, compartir su ideología o forma de gestionar, pero la mayoría de ellos buscan hacer la buena política. Al menos, cuando emprenden ese camino. Y lo ves cuando estás cara a cara con ellos. No están en ella «para forrarse». El propio president de la Generalitat, Ximo Puig; el de la Diputación de Alicante, Carlos Mazón; el vicepresidente Héctor Illueca, el concejal Sergi Campillo, Sandra Gómez, María José Catalá, Fernando Giner.... Son políticos en los que creo que se puede confiar. El problema viene cuando abrimos el gran angular y todo se enturbia.
Gilles Lipovetsky se pregunta en 'Gustar y emocionar' si la política todavía puede hacer soñar. Para el sociólogo francés, el encanto que le rodeaba «se ha evaporado» y «va acompañada de infinitamente más desencanto que de impulsos entusiastas». En general, tendemos a cuestionar a quienes la ejercitan y a caricaturizarlos con frecuencia. Y por eso, de ser aplaudidos por la calle -porque en teoría se dedican de forma vocacional a mejorar nuestras vidas-, han pasado a ser, a veces, abucheados o menospreciados. Nos guste su fondo ideológico o no, el punto de admiración no debería cuestionarse nunca. Porque la mayoría, en especial alcaldes y concejales de pequeños pueblos, engrandecen la política. Por su entrega, por su renuncia a su vida personal y familiar, y por el desgaste de salud, incluso, que les puede acarrear.
Ahora que las listas ven incorporar nombres diversos y muchos de ellos llenos de méritos personales, hay que alabar que den ese paso. Que Pablo Broseta, como hoy anunciamos, se sume al proyecto de Mazón, lo tiene. Por él y por lo que presenta. Como fue en su momento la llegada del conseller de Sanidad, Miguel Mínguez, o de la propia Bravo. Lo importante es que quien llega a política sepa que está para ser servidor público y ensalzar las buenas prácticas. Ser ejemplares. Lo contrario es dar la razón a Groucho Marx y contribuir a eternizar la era de desencanto en la que andamos metidos. Porque, a veces, se entra en la política de una manera y se sale de otra. Pasa cuando toman las riendas la soberbia, la corrupción y el egoísmo. Cuando pesa más la poltrona que la calle.
Es domingo, 26 de marzo. En medio del incendio político, el real. Ese es el que realmente preocupa a la ciudadanía. El que arrasa nuestra tierra y nuestro campo. En eso, de verdad, deberíamos estar preocupados. Y trabajando. Política real.
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