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Me he dado cuenta de que para mí es más importante lo imaginario que lo real; escribo más que vivo». La frase, sublime, es del ... último premio Cervantes, Luis Mateo Díez. Una de esas reflexiones que te enganchan. O que no, pero que seguro te hacen pensar. De las que enriquecen porque aportan un sentimiento, una mirada, una verdad. Aunque sea su mirada. Su verdad. Una frase que, en el fondo, cumple con esa función que tiene la literatura (y las artes, en general) de ofrecerte sensaciones, de hacerte crecer, experimentar, pensar...
La cultura, en el más vasto abanico de disciplinas, es un mundo lleno de pasado, presente y futuro que, si nos adentramos en él, nos empodera con su fuerza. Porque un retrato de Francis Bacon puede sumirte en el desasosiego; un poema de Carlos Marzal, llenarte de euforia; una faena de José Mari Manzanares, sobrecogerte, o un grafiti de Okuda, trasladarte a mundos tan hilarantes como hipnóticos. La cultura puede ser una fotografía de Mahmud Hams para AFP, de una madre llorando a su hijo asesinado, que de un zarpazo te pone ante el horror de Gaza; o una menina de Manolo Valdés, que te seduce entre maderas quebradas y trazos desaliñados; o el remate de un edificio imposible de Santiago Calatrava, siempre imponente e hiperbólico.
Asomarse a cualquier expresión artística es uno de los mejores antídotos que puede encontrar una sociedad que enferma de crispaciones y guerras, individualismos y radicalidades, de arrogancias y egos. Sentarse ante una de las obras del Centro de Arte Hortensia Herrero y respirar ante ella, puede ser una de las mejores maneras de evadirse de esta realidad social y política que, a momentos, se hace asfixiante. O al contrario, una forma de entenderla.
Poder hacer eso en tu ciudad es un regalo. Que Valencia cuente, desde ya, con esa propuesta cultural en su centro histórico es un hito de valor incalculable. Un acontecimiento que pone en valor ese mecenazgo tan poco prolifero en estos tiempos de vaivenes sociales y económicos y que es digno de remarcar y elogiar sin tapujos. Como lo fue el rescate de los frescos de San Nicolás o el Colegio de la Seda. Y como lo será la rehabilitación de los Santos Juanes. Todo ello patrimonio profundamente arraigado a las raíces valencianas y que se ha logrado mantener gracias al empeño personal y al sustento económico de Hortensia Herrero. Hay que recordarlo, como también hay que reseñar el esfuerzo que supuso y supone el Centro Bombas Gens, o la activación hace diez años de la Fundación Bancaja, o el sacrificio empresarial que hace, entre otros, la familia Fayos por mantener viva la oferta teatral de la ciudad. Lo que aportan, llena de oxígeno la vida cultural de Valencia y, por tanto, prestigian a la tercera capital de España. Pero la labor de todos ellos no nos puede hacer olvidar que son las administraciones públicas las que deben velar, más allá de la iniciativa privada, por la protección, el fomento y la agitación de la vida social y artística de esta región. Y ser, además, el mejor aval de quien lo hace posible: del artesano y el escultor, de la escritora y la violinista, de la directora de cine y el ilustrador. El compositor. Un tenor.
Valencia no puede permitir que los frescos de Antonio Palomino de la Basílica estén dañados por las goteras; que un museo como la Almoina quede en el abandono; que espacios culturales como el IVAM pierdan pulso como referencia nacional de arte moderno; que el Palau de Les Arts no tenga la misma consideración y ayudas que los grandes liceos nacionales; que nuestros creadores, diseñadores, artistas... no encuentren el respaldo de su tierra. La cultura no puede ser una cuestión secundaria en un territorio en el que su espíritu creativo, su patrimonio, su historia... son uno de los pilares fundamentales de su riqueza identitaria. Que un gobierno tenga eso claro es imprescindible. Por eso, el vicepresidente del Consell, Vicente Barrera, debe demostrar que tiene la virtud de saber apostar por la cultura sin censuras ni filtros ideológicos, como pasó en otras legislaturas. Cultura sin sectarismos ni amiguismos, sin tijeretazos ni imposiciones. Porque caer en ello es empobrecernos y anestesiarnos como pueblo y agrietar nuestras señas de identidad. La sensibilidad de una tierra con su patrimonio artístico y sus creadores y el respeto hacia su legado histórico son aspectos que hablan de la madurez y de la nobleza de una urbe. Un territorio o una persona sin un bagaje cultural adosado a su existencia se convierte en un espacio sin alma o en un individuo vacuo. La nada.
Es domingo, 12 de noviembre. Hablar de estas cosas con la convulsión que está viviendo el país puede ser una osadía. O lo contrario. Quizá es más necesario que nunca porque, en realidad, esto es el principio de todo. «La cultura es la memoria del pueblo, la conciencia colectiva de la continuidad histórica, el modo de pensar y de vivir» (Milan Kundera).
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