Carpa diem

Me gusta el olor a buñuelos por la mañana porque huele a victoria. Triunfa el espíritu festivo entre nosotros, que buena falta nos hace incluso ... a los fans de la imaginaria Asociación Valenciana de Misántropos que me honro en presidir, con el derecho de admisión reservado. Me gusta ese aroma porque representa la avanzadilla de lo que viene, la obligación de disfrutar, que también ya es hora: para llorar, entristecernos y aguantar las ganas de coger el lanzallamas y acabar con la roña que nos rodea, ya tenemos bastante desde el 29 de octubre. Me gusta pasear por Valencia como si fuera un personaje de Norman Rockwell, saludando a los desconocidos que cruzan ante mí embutidos en sus polares con el logo de la falla, familias al completo con esa sonrisa que se te ponía antes, cuando (ay) también tenías toda la vida por delante y además esa vida era una fiesta o la promesa de ella. Saludar al amigo churrero antes de que esté más quemado que su legendario palo (con perdón), saludar al grupo de falleros que arrima el hombro (y el botellín de cerveza) para levantar la carpa y veta el tráfico a motor a su alrededor como si fueran concejales de Movilidad y Desarrollo Sostenible sobrevenidos, benditos sean. Saludo al nano que llega mil horas antes para coger sitio en la plaza del Ayuntamiento y come pipas mientras espera al senyor pirotècnic o pela la pava con la futura fallera mayor y también saludo a la charanga que ataca el pasadoble 'El fallero' (y entono desafinando la estrofa del 'xiqueta meua' para mis adentros), mientras enfilo de vuelta a casa esquivando las bandadas de turistas por San Vicente, driblando a los fijos discontinuos disfrazados de Supermario de la plaza de la Reina (ese horror) o regateando la fila que no avanza ante la chocolatería de guardia. Y vuelvo entonces a percibir el olor a buñuelos de esta mañana, que ya presagiaba victoria, porque nada en el mundo huele así y lo escribo como un elogio. Y tú, muchacho: ¿no lo hueles?